domingo, 29 de noviembre de 2009

Mensaje en una botella (versión 9)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria…
Siempre he hecho lo que me ha dado la gana, desde niño, cuando una y otra vez me castigaban, hasta de adulto cuando compré una casa de campo en Olombrada sin que mi mujer lo supiese. No me siento orgulloso de ello, pero siempre ha sido así y sigue siendo.
Unas veces el tiempo me ha dado la razón, otras no. Una de las que sí fue cuando mi mujer con ceño avinagrado cerró con llave la casa que teníamos en Schneckenhausen, la puerta encajó haciendo un sonido hueco y dejando en su interior años de recuerdos. Era definitivo, nos trasladábamos a vivir nuestra jubilación a Olombrada de forma indefinida.
Cuando llegó le entusiasmó tanto como a mí que le entusiasmara. Casa en el campo, pocos vecinos y mucha vegetación alrededor, sonidos, colores, olores y sabores de la naturaleza. Todo ello, acompañado de una inmensa casa de labranza, un pequeño sótano-trastero con ventanas al exterior y un jardín con flores imposibles en Schneckenhausen.
La cultura mediterránea no había dinero que la pagara, aunque sí la reforma de la vieja casa de madera de roble. A algunas cosas en la vida los años le sientan bien, a mi casa no.
Cuando uno se hace viejo pueden pasarle dos cosas, una que acumule cientos de objetos inservibles fruto de su paso por la vida, fruto del paso de los años, o que presiente que su vida se emboca hacia el lagar y por ende, no conserve ni la memoria. No sé en qué vertiente estoy, pero mi mujer no se quejó al transformar el viejo trastero en una vieja bodega, nada llena, tan sólo con cientos de imprescindibles vinos de la zona, cientos de caldos al servicio de mi paladar, sólo a la espera de que un sacacorchos de acero alemán los liberara.
Aquel día de noviembre era tarde, el tiempo empezaba a oscurecer y me sentía solo, estaba en casa al amparo del tiempo que no se decidía si empezar a llover o dejarme con las ganas de regar el huerto de hortalizas y las cuatro viñas heredadas de alguna añeja pasión por la vid.
Mi pasión, por el contrario, era por el vino, nunca he sido un bebedor compulsivo pero sí un bebedor habitual, no me avergüenzo por ello. El vino, al igual que el pan, era un imprescindible en nuestra mesa.
Mi mujer solía salir a casa de las vecinas a hacer como que, a casi de dos años de llegar a España, entendía la conversación que las demás mantenían y ella simulaba. Entonces, sumido en la tranquilidad de la soledad yo me dedicaba a leer, podía leer un libro en una tarde o rumiar una y otra vez la misma página. El trabajo en el campo me hacía sentir la espalda como pisoteada, no tenía fuerzas ni para sostener un libro entre mis manos. Tampoco me importó demasiado por una vez, la lluvia empezaba a golpear sobre las tejas y yo tenía un plan para aquella tarde.
Bajé las escaleras hacia la polvorienta bodega y cerré la puerta suavemente pero con llave. La lluvia dejaba un halo transparente en el verde cristal de las ventanas.
Sabía dónde iba, cuarta fila, octava columna, no lo dudé.

La cogí, abrí y vertí en una copa sobre el mantel aterciopelado.

La así, agité y olí. Pausa. Bebí y escuché lo que me contaba. Habló de trazas, barricas y aromas secundarios, de añadas, notas y texturas; de trabajo, dedicación y cultura.

Y aquella larga conversación me sumió en un intenso sueño, del que me despertaron voces alrededor.

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