domingo, 29 de noviembre de 2009

Mensaje en una botella (versión 22)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria.

La policía pensó primero en el bodeguero. El asesinado era cliente habitual de la bodega, donde apagaba su sed y sus penas con una ebriedad que lo tumbaba en un enorme y vetusto tonel hasta que los rayos del alba iluminaban su desparramado cuerpo. Al propio dueño le debía bastante dinero. ¿Sería ese el móvil?
La policía desechó la idea. Era poco probable que utilizara su propio negocio para realizar aquel acto cruel; y además, a la hora del crimen se encontraba en el bar con sus amigos. ¿Quién podría se entonces?
La puerta había sido forzada y solo contenía las huellas del asesinado. En el charco de sangre que rodeaba a la víctima se observaban varías huellas de sus zapatos. ¿Se habría levantado para hacer frente a un invisible agresor después de muerto?
El arma del crimen era la mitad de una botella de vino tinto. Trozos de vidrio se encontraban dentro de sus tripas. La policía no encontró más huellas cerca del cadáver. La autopsia no rebeló nada. Lo dieron por suicidio.

Aquel caso asombró a Sergio, un bodeguero de la misma localidad, cuando leyó la noticia en los periódicos. Era amigo del dueño donde sucedió el crimen. Ese mismo día fue a visitarlo para que le contara lo ocurrido. Lo extraño fue que el afectado mantuvo la noticia eclipsada, quizás para que no lo atosigaran a preguntas.
La conversación de los dos hombres que compartían oficio fue ligera y poco aclarativa para Sergio. Cuando llegó la hora de visitar la bodega, el dueño se opuso totalmente. Sergio salió enfadado, pero no se dio por vencido.

La luz de la luna era tenue y difusa, cuando Sergio forzó la puerta de la bodega. Bajó las escaleras lentamente, con un leve tictac de reloj que retumbó en la madera de roble de los toneles. Encendió la luz eléctrica y se puso a investigar.
Recorrió todos los pasos que realizó la policía, vislumbró las huellas dejadas en el charco de sangre y al final desistió en tan complicada empresa. El suicidio era evidente.
Su cara plasmó una ansiedad desorbitada. La tristeza relució en sus ojos. Jugar a ser detectives era cosa de niños, no de una persona mayor como él. Las manos le temblaban de frío. Tenía que calentarse, sino cogería un resfriado. Sintió también sed y su primer acto fue acercarse al tonel más próximo.
El grifo que había abierto echaba poco; sin embargo, el tonel estaba lleno. Seguramente estaría atrancado.
Metió la mano por la hendidura de la parte de arriba del tonel y palpó el fondo. El dulce olor de vino tinto llegó hasta sus fosas nasales. Siguió buscando y palpó algo duro. Había alargado el brazo al completo y cuando sacó la extremidad, unas gotas rojas caían de una botella vieja y vacía. Tenía un papel adentro, Sergio lo sacó y leyó:

“Muero donde siempre quise morir, al lado de lo que más me gustaba. El vino me curaba las penas que más me afligían, llenando mi corazón de alegría. Después de que mi mujer me dejara no podía hacer otra cosa que suicidarme.
Ya nunca más podré probar el vino, oler los efímeros y suplicantes olores que llegaban a mi garganta ya húmeda. Pero muero con la cabeza bien alta y bajo una atmósfera cargada con la más maravillosa de las bebidas.

Un admirador del vino”

Jorge dejó a un lado la carta y volvió a su casa con las manos vacías. Siempre pensó que aquello fue un asesinato. Tenía que dejar de leer aquellas novelas policíacas que tanto influían en su cabeza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario