sábado, 28 de noviembre de 2009

Mensaje en una botella (versión 41)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria…
Uno de los agentes fue dibujando con cuidado sumo, sobre el viejo suelo de madera y valiéndose de un pequeño trozo de tiza blanca, la posición exacta del difunto. Otro tomó una larga serie de fotografías desde todos los ángulos posibles. Mientras, el inspector Dávalos, aunque convencido de que la muerte de don Facundo, propietario de la empresa, se habría producido por infarto de miocardio, o por cualquier otra jugarreta del corazón, daba órdenes de que nadie tocara la copa usada que algún catador, tal vez el muerto, había dejado encima de una barrica que hacía la función de mesa y, al mismo tiempo, escrutaba el lugar detenidamente. El juez aún tardaría, como siempre, buen rato en aparecer para el levantamiento del cadáver. Allí, todo eran toneles de vino, grandes y medianos, y estanterías con cientos, o con miles, de botellas oscuras, muchas de ellas unidas por telarañas grises. De pronto, se agachó con lentitud casi exagerada. La penumbra de la bodega le había permitido ver, tumbada entre dos barriles y muy cerca del cuerpo yerto, una botella. Era evidente, por las marcas sobre el polvo de muchos años, que alguien la había tenido entre sus manos escasísimo tiempo atrás. Llevaba adherida una etiqueta amarillenta en la que apenas podía leerse, por la tinta ya bastante desteñida, ‘1898’. Estaba descorchada y vacía. Vacía de vino, porque, al moverla para mirar al trasluz, Dávalos cayó en la cuenta de que había algo en su interior. Salió con la botella a la puerta principal de la bodega sin importarle el frío de aquella mañana de febrero. Se trataba de un papel cuidadosamente enrollado. Vinieron a su memoria las imágenes de aquellos náufragos que, en los tebeos de la infancia, arrojaban al mar, desde una diminuta isla, botellas y más botellas, que nadie sabía de dónde sacaban, con mensajes esperanzados. La extracción no resultó tarea fácil, ya que, por una parte, no podía permitirse romper en añicos el envase y, por otro lado, trataba de evitar que se borraran las huellas. Al fin, luego de muchas intentonas fallidas, logró hacerse con el papel, que aún presentaba manchas húmedas de vino, desenvolverlo y leerlo… “Yo, Facundo Villanueva del Campo, mayor de edad y en pleno uso de mis facultades mentales, tomo, en el día de hoy, la firme decisión de abandonar esta vida. Por tanto, a nadie debe culparse, ni por acción, ni por omisión, de mi muerte. Sepa quien esto leyere que he tratado, por todos los medios a mi alcance, de luchar contra la enfermedad que me anda, poco a poco, destruyendo, pero, a la vista de que resulta completamente inútil cualquier tipo de resistencia, depongo las armas sin condiciones. Quiero morir en la bodega a la que he dedicado por entero mi vida toda, envuelto en ese aroma de roble y mosto que siempre me ha acompañado, entre los vinos que reposan en silencio con la intención de hacerse adultos y saboreando aquél de 1898, por picado que pueda estar, con el que mi bisabuelo inauguró el negocio y del que tan sólo me queda una botella.. Lo que yo mezcle con el vino para provocar mi inmediata muerte ya lo descubrirá, sin duda, el médico forense con la obligada autopsia. Eso sí, como siempre he sido muy aficionado a las paradojas, puedo asegurar que moriré brindando por la vida. Salud, amigo. Va por usted.” La firma era perfectamente legible. Dávalos comenzó a repasar el mensaje, pero, sin saber por qué, interrumpió aquella segunda lectura para llevar la boca de la botella hasta la nariz y percibir un fuerte olor avinagrado…

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