domingo, 29 de noviembre de 2009

Mensaje en una botella (versión 25)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria.

Los dedos crispados del cadáver indicaban el gran esfuerzo que había realizado, tal vez para alcanzar aquella botella, acaso simplemente para defenderse. Un rictus de dolor recorría su cara, convirtiéndola en una mueca repugnante. El Inspector apartó la vista y dirigió su mirada hacia el propietario de la bodega.

Álvaro había llamado a la policía nada más encontrar el cuerpo. Poco después descubría que la botella había desaparecido. Se dejó caer junto a la hornacina, hecho un ovillo sobre sí mismo, los ojos inundados de lágrimas, el alma llena de pena. Así lo encontró la policía y así permanecía aún. El Inspector no comprendía por qué se hallaba en aquel estado casi catatónico; tal vez, pensaba para sí, por el sentimiento de culpabilidad. Aún no sabían nada de los hechos, pero él creía firmemente que el responsable de aquella muerte era el propietario de la bodega. Dio órdenes a sus hombres para que inspeccionaran a conciencia el escenario del crimen y, ante la inutilidad de interrogar a aquel hombre en su estado, aprovechó para salir fuera del edificio, en un intento por limpiar sus vías respiratorias de aquel profundo y asfixiante olor a madera de roble, que a él se le antojaba una extraña mezcla con aromas frutales, especias o incluso alguna reminiscencia de tabaco.

El silencio y la paz que habitualmente reinaban en aquel recinto, casi siempre vacío y escasamente iluminado, habían sido rotos por aquel nutrido grupo de agentes, de aspecto desaliñado, que voceaban y reían, que empujaban sin mayores reparos las barricas y que corrían de un extremo a otro portando todo tipo de objetos: cintas de medir, bolsitas de plástico, linternas, lupas,… Álvaro no escuchaba, sólo oía; no veía más que la hornacina vacía. No era capaz de reaccionar, como habría hecho en cualquier otro momento de su vida, ante aquella salvaje violación de la quietud necesaria para la perfecta maduración de sus vinos. Ya todo le era indiferente. Ya nunca sería igual.

Nadie más que él podía comprender el significado de aquella desaparición. Porque nadie más que él sabía del contenido de aquella botella. Recordó el color oscuro del cristal y aquella extraña etiqueta escrita en latín. Evocó su lema: “si la esencia del vino alcanza el alma de un no elegido, hará salir la maldad que se abriga en ella”. Un escalofrío recorrió su cuerpo y el pánico se apoderó de él, obligándolo a levantarse y a salir corriendo hacia el exterior, en el preciso instante en el que el Inspector entraba en la bodega.

Los dos hombres chocaron y encontraron sus miradas frente a frente. El Inspector pudo ver el horror reflejado en la cara de Álvaro; un miedo exacerbado que lo hizo estremecerse. Escuchó una frase, casi un susurro, que salió de su boca. “Yo no lo he matado. Quien quiera que lo haya hecho también ha acabado con mi vida. Yo ya estoy muerto”. Extrañado, lo dejó marchar.

Álvaro entró en casa y buscó la soledad de su despacho. Y allí, en la penumbra, lejos de aquellos intrusos que trasteaban en su bodega, lejos de la mirada de los curiosos que rodeaban la finca, se sentó, tomó una pluma y un papel y escribió:

Hermanos perdonadme. No he sido digno sucesor de mis antepasados. No he merecido el honor de ser el guardián de nuestro preciado bien. Pues he permitido que nos lo arrebaten. Por mi culpa, ya no tiene sentido la misión de nuestra Hermandad. No merezco la vida. Sé que tampoco vuestro perdón. Pero ¿quién no implora en el último momento, en un intento desesperado por morir en paz?

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