domingo, 29 de noviembre de 2009

Mensaje en una botella (versión 18)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria…
Todos los presentes fueron llevados a la escena. Pablo, el enólogo, estaba pálido al contemplar el cadáver supuestamente marchito de Laura. La palidez en vida de su cara era la misma que de cuerpo presente. Como si no hubiese pasado nada. La bóveda de piedra blanca, lucía majestuosamente como escenario del crimen, y hacía con Laura lo mismo que con sus maduros caldos: Detener el tiempo.
Laura era la delegada de ventas. Morena, de pelo liso y largo, de complexión delgada y espigada como el trigo encañado de esta tierra. Nada en la vida había conseguido sacarle color a sus mejillas: ni el vino ni la palabra. Respetada, seria y soltera, su vida se truncaba a sus treinta y ocho años de edad. Laura yacía algo encogida, como el frescor que se respiraba la forzase a esa postura en su última siesta…
Pablo es un tipo rechoncho, panzudo y aparentemente más serio que su difunta compañera. Hipocondriaco, supersticioso y tradicional –incluso en su escondida homosexualidad -, apreciaba más que nada el milagro de convertir el mosto en un placer divino…
Pablo sólo temía dos cosas: que esa muerte gafase la instancia… y que ese último Magnums del 87, cuyo hueco resaltaba a sus ojos más que el cadáver de Laura; fuese catado en un brindis ajeno a él.
La escena era el broche a un cúmulo de pecados capitales: lujuria, egoísmo, envidia, pereza, soberbia… y daba al traste con la vida de Laura, con el buen nombre de la bodega y el de su gente. Así es Castilla.
Don Ricardo era el dueño de los fastuosos viñeros, de la casona, del apellido y su blasón. Cincuentón bien pasado, casado por la Iglesia como Dios manda, gran padre y marido, tenía asegurada su estirpe con dos vividores treintañeros, hijos mellizos: Alvar y Rodrigo.
Alvar, que decía ser el director de imagen de la bodega, todo lo que hacía era dar presencia, paseándose constantemente en su deportivo amarillo de caballo rampante. Mientras, Rodrigo -que contaba con un todo terreno oscuro como coche de hijo de papá-, quería ser torero pero incluso para eso era cobarde, y se limitaba a usar el buen nombre de la familia, presentándose como apoderado de grandes promesas –amigotes con los que se pasaba las tardes de pinchos, vinos y casetas-.
Ambos hermanos vestían de camisitas con cuellos y puños blancos muy almidonados, vaqueritos y pelo hacía bien engominado… Don Ricardo vestía de lino blanco y señorial. Como sus hijos, pero de otro tiempo ya pasado: un señor en toda regla.
Finalmente el cuadro lo completaba Marina. Chica de pueblo, hacía las veces de chica para todo –menos para la imagen, que aquí ya aparecía Alvar a ponerse las medallas-, encargándose de contratar a los jornaleros para la vendimia, a los embotelladores, a su hermano Abilio para cuidar la casona –incluso entre los apellidos simplones había nepotismo-.
El elenco de personal lo completaba Dominique, la grafista, una francesa pelirroja y cuarentona muy “amiga” de Don Ricardo y de más que dudosa virtud artística: limitada simplemente a hacer honor (con la boca) a su patria.
En la desaparecida botella del Magnums del 87, la más importante de la bodega, no estaba la etiqueta de Dominique, sino para dudoso orgullo del linaje y el personal, bajo su vitola y el blasón, Laura había cambiado la descripción y la advertencia de sulfitos, por esta historia mediocre… y tal vez también, se hallasen las huellas que rompan el misterio de su muerte… o no… pero al menos, eso sí, litro y medio del mejor caldo que jamás saliese de esta tierra.

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