domingo, 29 de noviembre de 2009

Mensaje en una botella (versión 7)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria.
Nadie que estuviera vivo había probada nunca un vino como el que había desaparecido, y pocos, contados con los dedos de una mano, habían tenido ocasión de ver la botella con sus propios ojos. Un líquido único. Datado por la prueba del Carbono Catorce en el año 33 de nuestra era. Proveniente de la región de Jerusalén. Parte del vino, que Jesús de Nazaret sirvió durante la última cena. Un tesoro de valor incalculable.
- La lista va a ser demasiado larga.
- ¿Qué lista inspector?
El joven policía que había formulado la pregunta, miraba al curtido inspector Romero con una interrogante dibujada en el rostro. Su pintoresca gabardina marrón le daba un aire a película de cine negro de los años setenta.
- La de sospechosos.
- ¿Sospechosos? -repitió el policía.
- Sí, claro. Sospechosos del asesinato.
- ¿Asesinato?
- ¿No te han dicho que es de mala educación repetir lo que dicen las personas?
- Disculpe, inspector. ¿Cómo sabe que es un asesinato?
- Mi instinto. Falta algo de gran valor.
- En la casa no trabaja mucha gente. Los interrogaremos.
- No será necesario de momento. El número de personas que estaría dispuesta a matar por robar la botella que ha desaparecido podría ser abrumador.
- ¿No cree que haya sido alguien del servicio?
- No, mi joven amigo. Lo del mayordomo está muy visto. De todos modos, esperaremos a la autopsia y luego citaremos a todos en la comisaría. Toma nota de sus nombres y teléfonos.
- Sí, señor.
El inspector Romero esperó hasta que el policía se hubo marchado. Luego se agachó, sacó una jeringuilla vacía de su bolsillo y le inyectó aire al cadáver.
- Eso bastará para que el borracho del forense jure que ha sido asesinado -dijo en voz alta.
Luego limpió las huellas de la jeringuilla y la depositó dentro de un cajón de la cocina, sin que nadie se diera cuenta. Salió de la mansión y entró en su coche.
Allí, en la seguridad de los cristales tintados de su vehículo, sacó la mítica botella de debajo de su gabardina y la guardó debajo del sillón del coche.
- Gracias, viejo -pensó-, el fallo de tu corazón me va a hacer millonario.

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