sábado, 28 de noviembre de 2009

Mensaje en una botella (versión 39)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria. En ese hueco todavía se podía observar el rastro de la botella su marca sobre la mesa, todavía se olía aquel olor embriagador que te empapaba la nariz y te nublaba las entrañas. Todavía se respiraba el olor de la traición que se podía leer en la dejadez en que se había abandonado a la muerte aquella mujer, con esa mirada que un día estuvo perdida y ahora parecía más encontrada que nunca. Yo la miraba sabiendo quién era, qué había detrás, pero reconozco que testifiqué como una testigo más, una testigo más que no vio nada, que no sabía nada, mientras en mi interior me ardía saber que pude ayudarla y ya era tarde. Como explicar que era mi vecina, que esa mujer vivía al lado de mi casa, que cada mañana sacaba a su perro al parque, se sentaba en un banco y se bebía una botella de vino, tranquilamente, con un libro y un cigarro. Esa mujer misteriosa que repartía tranquilidad, tan sosegada en cada movimiento, ajena al sol o al temporal, si hacía sol se ponía sus gafas y continuaba leyendo y bebiendo hasta que su perro le tiraba de la correa para volver a casa. Si llovía se enfundaba en su chubasquero y con un paraguas se pasaba un rato más corto en el parque, pero nunca abandonaba. Así pasó años y años. Yo desde mi ventana veía como acumulaba botellas en la repisa de su ventana. No entendía muy bien porqué, sabía que el vino era su debilidad, pero de ella no conocía nada más. Una vez alguien me contó que se enamoró de un marinero que se lo llevó la mar, un marinero que se fue para no regresar. Ella pasaba los días coleccionando sus botellas, hasta que un día escribió un mensaje para cada una de ellas, siempre el mismo, con la intención de lanzarlas al mar, para que alguien al otro lado del mar supiese de su vida, para que volviese, para que no la dejase sumida en la soledad. Cargada con sus botellas llegó hasta el muelle allí dejó caer una tras otra todas las botellas de vino que la habían acompañado todos estos años. Sabía que ya había llegado el final, lo sentía, sentía como había envejecido, como ya no podía más. Así pues tras lanzar la última botella se acurrucó en un rincón se su bodega preferida, donde había una mesa que ya llevaba su nombre, allí pidió un último trago de una legendaria botella, esa botella que tanto compartió con aquel marinero que la dejó en tierra, sin recordar que allí había una sirena varada, embriagada por la realidad. Tras aquel último trago se durmió y no quiso despertar, soñó que seguía siendo sirena, pero esta vez nadaba en el fondo del mar, y no había marineros que la hiciesen llorar.

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