domingo, 29 de noviembre de 2009

Mensaje en una botella (versión 1) Garlardona con el segundo premio de Érase una vez el vino


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria. Sobre el suelo de tierra, a poca distancia del difunto, un anciano de ochenta y seis años sumamente rico y excéntrico, la policía halló un sacacorchos de plata y una copa de cristal de bohemia hecha añicos, por lo que dedujeron que el finado Mr, Perkins, motivado quizá por su reciente, bochornoso y último divorcio, bajó aquella noche a su bodega con la intención de abrir personalmente la botella de tan codiciado caldo que había preservado durante años, como uno de sus más apreciados tesoros, en un arrebato de desquite o desahogo. Esta teoría quedó confirmada cuando uno de los policías encontró en su mano derecha una hoja de papel arrugada con los bordes inferiores manchados de vino.
“Señores, sin duda ha sido esto lo que le ha matado”, dijo mostrando el papel y con la mirada fija en una botella vacía colocada cuidadosamente en la parte superior del estante.
La nota decía: “Querido, tenías razón: este vino era muy bueno. Demasiado bueno para compartirlo contigo”.

Ganador del Concurso de Relato breve de historias sobre el vino de turismodevino.com
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Mensaje en una botella (versión 2)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria…y ahora en su lugar estaba esta pálida botella con un papel en su interior y yo introducido hasta la mitad. Desgraciada suerte la mía, estar a punto de ser el broche para cerrar una obra maestra, el culmen de los caldos y de buenas a primeras encontrarme estancado en esta botellita de medio pelo y sin la más mínima gota de vino, el que fuera, para remojarme un poco. Yo sabía que nunca sería el protagonista pero tenía cierto que cumpliría el mejor de los papeles como el corcho fino que soy; pero no, el ruido, las luces y el alboroto de los turistas están concentrados en el cuerpo tendido y mi destino tenía que convertirse en este sórdido momento-.
El agente Mérida es atraído por el ligero temblor en la botella que evidentemente se diferenciaba de las demás por el color claro de su vidrio y el corcho salido hasta la mitad, agregándole el hecho de que había comenzado a moverse por si misma. Con sus manos cubiertas por guantes de látex, toma la botella y saca el corcho sin mayor dificultad, a decir verdad, este parecía haberse salido solo.
Le tomó un poco más de trabajo sacar el papel que se encontraba en su interior, lo que el agente Mérida creía que sería un mensaje del asesino, alguna explicación razonable. Sacó una hoja arrugada en parte por el trajín de haber sido metida allí sin mayor cuidado y en parte por haber absorbido los últimos rastros del vino que anteriormente habitaba esta humilde botella. Su mensaje era el siguiente: Vista: _____________ nariz: ________________ Gusto:_____________ Encontré el elixir de la eterna juventud.
El agente Mérida se aproximó a su superior, el detective Mayorga, para mostrarle el mensaje mientras guardaba el corcho en una bolsa plástica de pruebas para la posterior búsqueda de huellas digitales. El detective Mayorga reconoce inmediatamente que el mensaje está escrito en una ficha de cata.
Acá tenía yo que venir a parar, el más fino de los corchos metido en una bolsa plástica como si fuera yo el muerto. Si me prestaran atención les podría contar todo, les podría decir cómo entró ese loco dando tumbos, cómo aprovechó la soledad del recinto para hacer de las suyas, cómo se acercó a la canasta con corchos y me tomó a mi, ¡justo a mi! ¿por qué a mi?. Podría decirles cómo me trajo hasta la cava de los mejores y más añejos vinos, donde se encontró con Rogelio, tan desafortunado como yo, que en ese momento verificaba el estado de algunas botellas. Podría decirles cómo lo tomó por sorpresa, cómo ese loco gritaba que ese era su elixir, cómo terminó por estallar la botella de ese legendario vino contra la cabeza de Rogelio y lo dejó tendido; les diría cómo lamió del piso insaciablemente todo el vino de la botella rota cómo un sediento que tiene su última oportunidad de beber y no morir en el intento. Y sobre todo, podría decirles cómo sacó de su bolsillo afanosamente la hoja que metió en la botella, en esta botella que traía consigo quién sabe de dónde, por seguro que de esta bodega no es, y después me usó a mí, justo a mí, para taparla-.
- Estoy seguro que el asesino era un loco y lo digo porque solo a un loco se le ocurriría meterme a mí en esa botella-.

Concurso de relato corto. Inspiración de viajes y enoturismo en Arribes de Duero.

Mensaje en una botella (versión 3)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria. Una vez que el facultativo dictaminó que la persona situada boca arriba, en la sala de añejamiento, había fallecido, los agentes de la Guardia Civil, un sargento de aspecto atildado y andares suaves, y un agente, obeso y decidor, extendieron un atestado, con el siguiente contenido:
“Personados los actuarios, a requerimiento de D. Octaciano Ruesga Fontealegre, titular de la mercantil Bodegas y Destilados Ruesga, S.A., constatan la presencia del cadáver de un varón de unos sesenta años, en decúbito supino y ubicado en la nave de envejecimiento perteneciente a la firma antes mencionada, e identificado por el señor Ruesga como Salvador Ribera Cogolludo. Se debe hacer constar, que no se ha encontrado, junto al cuerpo, ningún objeto, arma, huella ni vestigio que pueda indicar la comisión de un acto violento. Según refiere el señor Ruesga, en un hueco de la pared norte del lugar donde apareció el cadáver, se guardaba una botella de vino tinto de 0,75 litros, de una edición exclusiva y precio exorbitante; de acuerdo con su versión, el recipiente y su contenido se hallaban en tal emplazamiento a primera hora de la tarde del presente día. Los actuarios deben señalar, que el cadáver del señor Cogolludo aparece con semblante relajado y ligeramente sonriente, sin gesto de dolor o de sufrimiento agónico.
Sin nada más que hacer constar…”.
A la mañana siguiente, el señor Ruesga, amigo personal del difunto, fue citado a presencia judicial. Allí, y a preguntas del juez, hombre redicho y algo petulante, relató que conocía y se relacionaba con el señor Ribera desde hacía muchos años, por razones profesionales y de amistad. Asimismo, que el difunto había heredado una bodega y el gusto por el vino, y, en una apuesta en una cata ciega, perdió la primera, y, como si fuese un mecanismo de compensación, su afición al fermentado de uva aumentó, hasta convertirse en un verdadero sacerdocio. Indicó, además, que tenía dotes naturales para la enología y para la adjetivación inusitada de los vinos que degustaba hasta tal punto que, para Octaciano, el acervo léxico era al catador, lo que la paleta de colores para el pintor.

Días después, el informe del forense determinó que en el cuerpo del finado se encontró una concentración elevada de alcohol, pero sin que tal acumulación etílica pudiera haber provocado la muerte a un organismo adulto sano.

Tanto la policía, como el señor juez, se encontraban perplejos y sin saber qué pasos dar. De su estupor fueron sacados por un objeto encontrado por un operario de la fábrica, flotando en las aguas de la planta depuradora de la misma. Se trataba de una botella de vidrio, sin líquido alguno, cerrada con un tapón de corcho y con un mensaje en su interior dirigido a su señoría. Rezaba así: “El que suscribe, con pleno dominio de sus facultades volitivas e intelectivas, ha decido poner fin a su vida. Hace unos días me diagnosticaron una enfermedad incurable y que me impedía consumir alcohol. El vino es mi vida, mi amigo y mi amante. Nunca me ha fallado y existe tal variedad de caldos, que el aburrimiento con él es imposible. Se obtiene de una difícil conjunción de tierra, viña, régimen de lluvias, insolación y labor humana. Un rudo campesino puede transmutar todos los elementos anteriores en una delicada manufactura organoléptica. No concibo la vida sin mi compañero. Esta tarde consumiré la mejor botella de Octaciano (espero que lo entienda y me perdone), lo que me provocará la muerte más dulce. Mi última voluntad es ser enterrado en el denominado “Pago del Canónigo”, propiedad de mi único amigo”.

Caso resuelto.


Este blog es resultado del concurso de relato breve de turismodevino.com. Si deseas información sobre la historia del vino puedes acceder a la web para leer al respecto.

Mensaje en una botella (versión 4)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria.
Carlos Delgado era policía desde hacía mucho tiempo y jamás en toda su vida profesional se había encontrado con un caso como éste. Un muerto, un mensaje y el asunto más importante: una botella desaparecida. Aunque no cualquier botella sino una que contenía un Château Lafitte cosecha 1787 y cuyo valor aproximado rondaba los 100.578 euros.
El muerto fue identificado como Alfonso Jiménez ––empleado––, había trabajado los últimos diez años de su vida en aquel lugar. El cadáver fue retirado bajo la atenta mirada del dueño de la bodega. Mateo Sáez había heredado la bodega de sus padres. Generación tras generación había sido educada en la cultura del vino y por lo que Carlos había leído alguna vez, dicha cultura no les había ido nada mal.
Nadie en toda la bodega había podido explicar el significado críptico del mensaje: “El vino del Rey”. Todas aquellas botellas tenían contratado un seguro y aún así el rostro de Sáez parecía preocupado. Carlos apreció en los ojos del bodeguero miedo. Decidió regresar a comisaría e investigarle. Carecía de antecedentes policiales y no encontró nada que llamara la atención. Además de presentar una sólida cuartada para detenerle. Una llamada de teléfono del Anatómico Forense le comunicó que el resultado de la autopsia le sería enviado por fax. Al leerlo su primer pensamiento fue qué debía tratarse de un error. Según las pruebas realizadas, Alfonso tenía una edad aproximada de noventa años pero no aparentaba más de treinta.
Decidió investigar algo más sobre el muerto. Al parecer en la red informática de la policía no aparecía nada sobre ningún Alfonso Jiménez. Abandonó la comisaría y se dirigió al juzgado, quería ver la partida de nacimiento de la víctima. Descubrió que no había nadie inscrito como Alfonso Jiménez posterior a mil novecientos setenta. Se dirigió a la bodega para interrogar a Mateo Sáez.
Sáez recibió al policía y su actitud era la de un hombre atormentado. Carlos no necesitó presionarle para que hablara.
––Siendo un niño, mi padre consiguió el Château Lafitte. Nunca me contó cómo y jamás consintió probarlo. Por aquel entonces Alfonso era el hombre de confianza de mi padre. A su muerte se encargó de la bodega. Siempre me pareció un hombre extraño. Parecía no envejecer y disponía de buena salud. Hasta los treinta años viajé mucho y después regresé a casa. Una noche le descubrí bebiendo el Vino del Rey. ¡Alfonso me contó algo increíble! El vino contenía los componentes del elixir de la juventud. Al principio pensé que se trataba de una burda mentira para que no le despidiera pero al observarle entendí que era verdad. Más tarde, descubrí el motivo por el que mi padre jamás bebió: vivir en soledad. No es algo que le deseo a nadie.
––¿Por qué le mató?
––¡Fue un accidente! Había conocido a una mujer y quería contarle nuestro secreto.
––¿Escribió la nota?
––No y tampoco robé la botella. Discutimos, le empujé y al caer se golpeó la cabeza.
––Deberá acompañarme a comisaría.
Sáez no se resistió y Carlos pensó que todo aquello era demasiado absurdo.
Al salir de la bodega ninguno observó a una mujer en el interior de un coche. No aparentaba más de treinta años. Sonrió al pensar que ahora había descubierto más Château Lafitte. Pronto viajaría a Portugal para recuperar otras botellas de aquel líquido vital. Ella no tenía miedo a la soledad en cambio sí mucho a la vejez y a la muerte. Mademe Du Barry se retocó el maquillaje e introdujo en su boca un bombón de chocolate para después arrancar el motor de su coche.

Mensaje en una botella (versión 5)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria.
Observé con detenimiento el entorno. Aquella bodega la conocía muy bien, no en vano era el primogénito de la saga Álvez, la propietaria. Sin embargo, el descubrimiento de aquella nave secreta fue para mí una auténtica sorpresa después de toda una vida en aquel lugar.
Abusando de mi rango de coronel de la guardia civil quise encontrar alguna explicación. Me agaché y entre los cristales vi aquel pedazo de cuero que desdoblé con sumo cuidado.
¡Una bota de vino y una raya que atraviesa dos puntos! – le hice una foto con mi iphone.
- Señor – me dijo el funcionario – el camionero que descubrió el cadáver pregunta por las botellas que hay que cargar.
- ¿Botellas?
El sonido de mi teléfono me desconcertó.
- Dime.
- Cariño, tu hermana acaba de fallecer en el hospital y su marido ha desaparecido de la habitación.
- Nuestro cuñado está delante de mí, muerto – le colgué.
Miré la fotografía y la imagen nítida del mensaje me vino a la mente: - ¡no es una bota, es una piel de cabra para transportar vino! ¡La vieja finca del lugar que llamamos “la cántara”!
Con el coche fui allí. Conté dieciséis hileras de cepas: dieciséis litros igual a dieciséis surcos.
Me agaché y escarbé. No encontré nada.
¡Dieciséis litros, dieciséis litros..., una cántara tiene dieciséis litros y cuarto..., mierda, un cuarto más! Giré mi cabeza hacia la hilera de enfrente y observé la parra. ¡No era de tempranillo, era de cabernet!
Ahondé con mis manos sobre el tronco y tampoco encontré nada. Desesperado grité mientras me limpiaba el sudor - ¿Acaso me estaba volviendo loco?
Volví a examinar la fotografía: ¡la raya y los dos puntos representan las dos yemas por las que hay que cortar el sarmiento en la poda!
Me puse de pie, conté dos cepas hacia delante y, desesperado, volví a escarbar en la tierra. ¡No hallé nada!
Miré al cielo desafiando, con mi locura, al sol.
- Deja dos yemas y corta por la mitad de la tercera – las palabras de mi padre vinieron a mi mente –
¡Es la tercera parra, no la segunda!
Encontré la botella entre las raíces. La rompí, en su interior había otro cuero similar, este sí, escrito:
“en el mundo del vino no hay lugar para la avaricia y menos en mi familia”
Debajo de estas palabras estaba el dibujo de lo que creí que era otra cántara de vino. Lo giré y la vi claramente: era el esquema de una exuberante amanita phaloide.
¡Mi padre les ha envenenado! – ese era el mensaje que había estado buscando.
- Dime – mi hermana me llamó al móvil.
- Rodrigo, no entiendo nada. La policía está en mi casa diciéndome que Eugenia y Ruperto han muerto envenenados por setas, que en el testamento de papá que mañana íbamos a leer había un plano de una bodega oculta, que hay un señor que nos reclama la entrega de un montón de botellas de la cosecha del 78 que ha pagado, que nos debemos presentar en la comisaría porque estamos acusados de asesinato...
No quise seguir escuchándola y le colgué. Tenía claro que mi otra hermana, la notario, y su esposo habían descubierto la galería oculta antes de la apertura de la herencia, que querían apropiarse de la valiosa mercancía cuya existencia desconocíamos todos y que cometieron el error de probar, sin más, una de ellas. Estoy seguro que abrieron una de las botellas que tenía el corcho algo salido, vi unas cuantas en los estantes. Ese era el cepo que mi padre nos puso para evitar nuestra codicia.

Mensaje en una botella (versión 6)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria. El inspector examinó aquel espacio con minuciosidad en busca de huellas, fluidos o cualquier otro tipo de prueba. No había nada. Ni siquiera una mota de polvo mancillaba aquel lugar casi sagrado. Un robo perfecto.
El dueño de la bodega apareció en aquel instante con las manos en la cabeza. Su cara cerúlea y la expresión de sus ojos denotaban el inmenso terror que lo embargaba.
—¿Está muerto? —preguntó a uno de los agentes refiriéndose al cuerpo que yacía boca abajo junto a unos toneles de vino.
—No, señor, sólo lleva una buena cogorza, supongo que lo emborracharían para poder acometer el robo.
—¡Alabado sea Dios! Se trata de mi hijo, temí lo peor.
El muchacho intentó incorporarse apoyando su mano derecha contra el suelo de barro cocido pero el peso de su cuerpo se había multiplicado por cien a consecuencia del alcohol y apenas pudo separarse unos centímetros de las baldosas, cayendo de nuevo estrepitosamente contra el piso.
—Entiendo que para usted sus caldos sean los mejores —dijo entonces el inspector al dueño de la bodega— pero ¿por qué le preocupa tanto ese vino? Sólo se han llevado una botella, tiene usted cientos incrustadas en los huecos de estas paredes.
—Dentro de esa botella no había vino, inspector.
—¿Qué quiere decir?
—Dentro de esa botella había un plano, un verdadero tesoro, la llave que conduce a mi colección privada.
—¿También de vinos? —quiso saber el inspector.
—Por supuesto, vinos legendarios, caldos que han estado presentes en los momentos más significativos de la Historia, que han saboreado reyes y gobernadores, con los que han brindado tanto amantes como enemigos, que han ayudado a insignes militares a tomar sus decisiones más estratégicas en los campos de batalla y a muchos clérigos a orar a Dios. Mis vinos son la huella de importantes e irrepetibles acontecimientos acaecidos a lo largo de los años. Su valor es incalculable.
—Está bien, está bien —trató de calmar el inspector al enervado dueño de la bodega—.
Que le hayan robado el plano no significa que esos vinos hayan desaparecido. ¿Ha comprobado usted si el ladrón ya ha llegado hasta su colección privada?
—Vengo de allí. Todo está intacto, pero llegará. Lo sé. El ladrón arriesgaría su propia vida por conseguir tan preciado tesoro.
—Sinceramente no veo el problema —explicó con humildad el inspector—. Siempre puede usted colocar un buen sistema de alarma, cambiar la ubicación de su colección privada, establecer una vigilancia...
El dueño de la bodega sonrió con una especie de mueca malévola.
—Lo que quiero es que detengan al ladrón. ¿Lo entiende? Quiero que den con él, verle la cara, saber quién es. En esta comarca hay muchas bodegas, todos vivimos del vino, somos colegas, pero también hay muchas envidias y malas intenciones. El ladrón podría ser mi propio vecino, alguien que antaño fuera mi socio, un empleado, un cliente. Alguien que sin duda me odia y desea hacerme mucho daño. Quiero que lo detengan.
—Cuente con ello —aclaró el inspector con cierto tono malhumorado—. Ese es nuestro trabajo. Volveremos para interrogar a su hijo.
A continuación hizo una seña a sus agentes y todos los miembros de la policía abandonaron el lugar. Al pasar junto al joven ebrio tumbado en el suelo lo miraron de soslayo. Nadie reparó en el papel que sobresalía por el puño cerrado de su mano izquierda. Parecía un plano, un plano que el muchacho se metió en la boca y comenzó a masticar lentamente cuando su padre se aproximó para interesarse por él.

Mensaje en una botella (versión 7)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria.
Nadie que estuviera vivo había probada nunca un vino como el que había desaparecido, y pocos, contados con los dedos de una mano, habían tenido ocasión de ver la botella con sus propios ojos. Un líquido único. Datado por la prueba del Carbono Catorce en el año 33 de nuestra era. Proveniente de la región de Jerusalén. Parte del vino, que Jesús de Nazaret sirvió durante la última cena. Un tesoro de valor incalculable.
- La lista va a ser demasiado larga.
- ¿Qué lista inspector?
El joven policía que había formulado la pregunta, miraba al curtido inspector Romero con una interrogante dibujada en el rostro. Su pintoresca gabardina marrón le daba un aire a película de cine negro de los años setenta.
- La de sospechosos.
- ¿Sospechosos? -repitió el policía.
- Sí, claro. Sospechosos del asesinato.
- ¿Asesinato?
- ¿No te han dicho que es de mala educación repetir lo que dicen las personas?
- Disculpe, inspector. ¿Cómo sabe que es un asesinato?
- Mi instinto. Falta algo de gran valor.
- En la casa no trabaja mucha gente. Los interrogaremos.
- No será necesario de momento. El número de personas que estaría dispuesta a matar por robar la botella que ha desaparecido podría ser abrumador.
- ¿No cree que haya sido alguien del servicio?
- No, mi joven amigo. Lo del mayordomo está muy visto. De todos modos, esperaremos a la autopsia y luego citaremos a todos en la comisaría. Toma nota de sus nombres y teléfonos.
- Sí, señor.
El inspector Romero esperó hasta que el policía se hubo marchado. Luego se agachó, sacó una jeringuilla vacía de su bolsillo y le inyectó aire al cadáver.
- Eso bastará para que el borracho del forense jure que ha sido asesinado -dijo en voz alta.
Luego limpió las huellas de la jeringuilla y la depositó dentro de un cajón de la cocina, sin que nadie se diera cuenta. Salió de la mansión y entró en su coche.
Allí, en la seguridad de los cristales tintados de su vehículo, sacó la mítica botella de debajo de su gabardina y la guardó debajo del sillón del coche.
- Gracias, viejo -pensó-, el fallo de tu corazón me va a hacer millonario.

Mensaje en una botella (versión 8)


“La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria cuya existencia sólo era conocida por su propietario y, al menos, dos personas más. Ataúlfo Giráldez era maestro, coleccionista de arte, músico, historiador y bodeguero. Acabó sus últimos días sin que pudiera conocerse el secreto que guardó con tanto afán y que se escondía tras las estancias ocultas de su mansión. Pero (…)”. Tras la noticia en el diario local, una pareja formada por un policía y un periodista, Tomás Alcaide y Martín Villafañez, acudieron a la mansión con el fin de investigar las causas de la misteriosa muerte del maestro Giráldez. Ambos conocían a la víctima en persona e investigaron sobre las causas que llevaron a perpetrar el asesinato y posterior robo. La trama giraba en torno a un vino de la “Ribera del Duero” que atesoraba un sabor inconfundible e inigualable. También contenía muchas de las respuestas que, como su diversidad de olores, emanaban de su botella. Había algo que todo el mundo veía, pero sólo unos pocos podrían percibir. - Enseguida, Martín ¡Tráeme el instrumental! Veo algo. - Pero, ¿por qué en las etiquetas? ¿Qué querría ocultar ahí? ¡No lo entiendo! - Sencillo, que mejor lugar para ocultar algo sin que nadie pudiera percatarse de que esta era una botella especial. - Pero, ¿cómo sabes tú todo eso, Tomás? - También jugaba a los códigos secretos cuando era pequeño y pensar en la manera en que nadie conozca las claves salvo tú mismo es apasionante. A veces, dejar las cosas en el lugar más visible, puede ser una de las cosas más complicadas. Mira, aquí tenemos una prueba. Parece que el asesino no ha encontrado lo que buscaba. - ¿Qué es lo que no ha encontrado? - ¡La botella en cuestión! ¡Las etiquetas no se corresponden! ¿Ves?...Ésta ha sido manipulada hace poco. Es la botella que buscaba el asesino y se encontró con otra. - Sí, pero parece una etiqueta de lo más normal. ¿Ves algo en ella? - La etiqueta es una copia en color de la original, pero parece que hay una pequeña diferencia ¿lo ves? - Me parecen iguales. - Hay un nombre…Le…Lei… ¡Leille! - ¿Qué puede significar? ¿No es el nombre de una princesa? - No, escríbelo y gira la etiqueta. ¿Qué ves? - Es un número,…tres…siete…siete…uno…tres…siete. Este debe de ser el número de algo. - Sí, es la fecha de nacimiento de Don Ataúlfo precedido de un tres y un siete. El maestro nació el tres de enero del treinta y siete. - ¡Claro! ¡Treinta y siete! He visto un cuadro en la biblioteca con ese número, entonces allí es donde está el secreto, ¡No en la bodega! (Ya en la biblioteca) - Pues aquí no veo nada, Martín. - A ver, Ataúlfo, ¿cuántas adivinanzas nos pones? ¿qué es lo siguiente? - Treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete, ¡bingo! (…) tras la investigación, el policía Tomás Alcaide y el que suscribe este artículo lograron desvelar el misterio del asesinato del maestro. También se halló ayer el cuerpo del jardinero, ladrón y asesino, que murió envenenado por la misma botella legendaria que resultó ser una falsa copia. El agente Alcaide, tras descifrar la pista que condujo a uno de los libros de la biblioteca, encontró la entrada a una de las numerosas habitaciones secretas de la mansión que contenía un taller de instrumentos musicales antiguos de valor incalculable. (Crónica por Martín Villafáñez)

Mensaje en una botella (versión 9)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria…
Siempre he hecho lo que me ha dado la gana, desde niño, cuando una y otra vez me castigaban, hasta de adulto cuando compré una casa de campo en Olombrada sin que mi mujer lo supiese. No me siento orgulloso de ello, pero siempre ha sido así y sigue siendo.
Unas veces el tiempo me ha dado la razón, otras no. Una de las que sí fue cuando mi mujer con ceño avinagrado cerró con llave la casa que teníamos en Schneckenhausen, la puerta encajó haciendo un sonido hueco y dejando en su interior años de recuerdos. Era definitivo, nos trasladábamos a vivir nuestra jubilación a Olombrada de forma indefinida.
Cuando llegó le entusiasmó tanto como a mí que le entusiasmara. Casa en el campo, pocos vecinos y mucha vegetación alrededor, sonidos, colores, olores y sabores de la naturaleza. Todo ello, acompañado de una inmensa casa de labranza, un pequeño sótano-trastero con ventanas al exterior y un jardín con flores imposibles en Schneckenhausen.
La cultura mediterránea no había dinero que la pagara, aunque sí la reforma de la vieja casa de madera de roble. A algunas cosas en la vida los años le sientan bien, a mi casa no.
Cuando uno se hace viejo pueden pasarle dos cosas, una que acumule cientos de objetos inservibles fruto de su paso por la vida, fruto del paso de los años, o que presiente que su vida se emboca hacia el lagar y por ende, no conserve ni la memoria. No sé en qué vertiente estoy, pero mi mujer no se quejó al transformar el viejo trastero en una vieja bodega, nada llena, tan sólo con cientos de imprescindibles vinos de la zona, cientos de caldos al servicio de mi paladar, sólo a la espera de que un sacacorchos de acero alemán los liberara.
Aquel día de noviembre era tarde, el tiempo empezaba a oscurecer y me sentía solo, estaba en casa al amparo del tiempo que no se decidía si empezar a llover o dejarme con las ganas de regar el huerto de hortalizas y las cuatro viñas heredadas de alguna añeja pasión por la vid.
Mi pasión, por el contrario, era por el vino, nunca he sido un bebedor compulsivo pero sí un bebedor habitual, no me avergüenzo por ello. El vino, al igual que el pan, era un imprescindible en nuestra mesa.
Mi mujer solía salir a casa de las vecinas a hacer como que, a casi de dos años de llegar a España, entendía la conversación que las demás mantenían y ella simulaba. Entonces, sumido en la tranquilidad de la soledad yo me dedicaba a leer, podía leer un libro en una tarde o rumiar una y otra vez la misma página. El trabajo en el campo me hacía sentir la espalda como pisoteada, no tenía fuerzas ni para sostener un libro entre mis manos. Tampoco me importó demasiado por una vez, la lluvia empezaba a golpear sobre las tejas y yo tenía un plan para aquella tarde.
Bajé las escaleras hacia la polvorienta bodega y cerré la puerta suavemente pero con llave. La lluvia dejaba un halo transparente en el verde cristal de las ventanas.
Sabía dónde iba, cuarta fila, octava columna, no lo dudé.

La cogí, abrí y vertí en una copa sobre el mantel aterciopelado.

La así, agité y olí. Pausa. Bebí y escuché lo que me contaba. Habló de trazas, barricas y aromas secundarios, de añadas, notas y texturas; de trabajo, dedicación y cultura.

Y aquella larga conversación me sumió en un intenso sueño, del que me despertaron voces alrededor.

Mensaje en una botella (versión 10)


La policía encontró el cuerpo tumbado en una bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria…
Fue un asesinato. Fernando, un multimillonario, fue víctima del asesino de su mujer. A Lourdes le mató cinco años antes Fabián, recluido desde entonces en un psiquiátrico. Sus abogados alegaron locura temporal ocasionada por los celos, aunque no quedó clara su argumentación ¿Celos de la mujer? ¿Del hombre? La policía le ha detenido porque el día de autos se escapó y en una cata profesional de vinos encontró “casualmente” a Fernando. Luego, los agentes reunieron pruebas que le situaban en la escena del crimen. Cómo pudo el empresario llevar a Fabián a su bodega era un misterio a desvelar, había matado a su esposa y sin embargo…
Nadie conoce la verdad de esa muerte, nadie excepto ellos. Fernando fue quien, en su día, urdió la estratagema y sembró en la mente de Fabián halagos homicidas para que fructificase la enajenación de una noche ciega. Prometió a Fabián algo más que complicidad, poder y riquezas por matar a su esposa Lourdes. Consumado el crimen le pidió tiempo para sacarle del atolladero, y Fabián le creyó eludiendo involucrarle. Ahora, muerto Fernando, se enfrenta a la cara y cruz de la moneda que, como un suicida dudoso, lanza al aire impalpable. Le interrogan.
—Usted se escapó del manicomio y fue a una cata de vinos a la que asistía Fernando. ¿Sabía que le iba a encontrar allí? —pregunta el policía.
—Escogí el destierro de la fuga para descubrir en aquel camino la senda firme. Fernando nunca supo que los mejores vinos son aromáticos y complejos —respondió Fabián sonriente.
—Aceptó la invitación para visitar su bodega y… le mató. Premeditación…
—No hubiera descubierto a tiempo lo que significa la edad, aprender a ser viejo… le hice un gran favor. Nunca supo percibir el tono cobrizo en el envejecimiento del vino…
— ¿Cuánto bebió usted aquella noche?
—Dígame… ¿Cómo se puede ignorar la propuesta sonora de la fuente poseída por los aromas de un jardín?... Fernando no sabía que la cata de un vino es más arte que ciencia, una apreciación poética para transmitir una impresión fugaz.
El interrogador piensa que, como los personajes de novela, los seres humanos tienen que urdir estrategias, a veces absurdas, para poder sobrevivir; aquel hombre exhibe su verdad desnuda sabiendo que no escandaliza porque todos la conocen.
— ¿Discutieron?
—No me dejó otra opción, o acaso me puede usted explicar cómo una persona puede ir por delante de las bestias ¡Fernando desconocía el análisis del corcho! Flexibilidad… aroma… sólo olor a corcho ligeramente envinado…
— ¿Sedó usted a Fernando?
—En mi vaso había vino amargo en años estancado, y él quiso saciarse en mi copa de locura… Creo que le enseñé a apreciar los aromas y sensaciones que persisten en la boca al saborear el vino… Fernando siempre se había limitado a beberlo y pagarlo.
—Usted mató a Lourdes ¿Qué le indujo a matar también a Fernando?
—Simplemente, pensé que si cerraba sus ojos podría apreciar la situación con mayor nitidez…
El policía medita unos instantes. Cuando el paciente se ha liberado de la depresión y la ansiedad, el psicoanálisis se cuelga la medalla del éxito. Mientras, las sinapsis cerebrales se mantienen en la frontera de la sedición y, cuando se rebelan, se precipitan los acontecimientos. Perseguir la certeza en un mundo en el que sólo existe la persuasión…
— ¿Sólo por eso? —insiste el interrogador.
—… Chateau Petrus... Dijo que me tenía guardada una botella de… Chateau Petrus… ¿Y para quien tenía reservada en su bodega una Chateau Lafitte?… ¡Una botella legendaria!… ¡Cincuenta veces mejor y de más valor que aquella!... ¿Y usted, señor agente, me pregunta porqué le maté?...

Mensaje en una botella (versión 11)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria. El inspector de pelo cano se quitó las gafas, sacó una pequeña grabadora y habló a los presentes:
-Caballeros, -dijo aspirando circunspecto- aquí huele a vino.
La más pequeña de las tres hermanas, que no tendría más de 5 años, estuvo plenamente de acuerdo con tan sabia apreciación. Los demás agentes no hicieron el más mínimo comentario y procuraron no mirarse entre ellos siquiera. El silencio de la bodega era turbador y una sensación de frío sobrecogió a la hermana mayor que, muy seria y desafiante, instó a los presentes a explicar todo aquel despliegue.
La niña pequeña siguió curioseando aquí y allá e incluso se atrevió a girar una de las botellas. El roce del cristal con el barro cocido alertó al inspector:
-Escucha pequeña, -trató de aleccionar- no debes hacer eso, estos vinos son muy delicados y puedes estropearlos si los mueves.
-Pero mi papá lo hace muchas veces –respondió en plan sabiondo-
La hermana mayor parecía incómoda:
-Porque papá sabe cuándo hay que hacerlo. No molestes a estos señores… ¡y no toques nada!
Cuando sonó el teléfono de uno de los agentes, con una música chillona y hortera, el inspector empezó a perder la paciencia. Ni siquiera tuvo que decir nada. El agente hizo un gesto de gran lamentación y apagó nervioso el móvil.
Tras una tensa y larga pausa el inspector hizo otra aclaración tras poner en marcha la grabadora:
-Señoritas, -dijo mirando al cuerpo tumbado en la bodega- ese hombre… no es su padre.
-Claro que no, -dijo la niña- papá está en el salón muy enfadado porque alguien se bebió un vino o algo así.
El inspector enarcó una ceja:
-Ajajá! –exclamó mientras señalaba enérgicamente el único hueco del botellero.
De la pequeña surgió una risita nerviosa y parecía estar disfrutando de lo lindo con todo aquello.
-Mire señor inspector, -dijo la hermana mayor- quiero que sepa…
-¡Shhhhh! Silencio señoritas, deberían saber que es inútil distraer a un funcionario de la policía. Antes o después averiguaré toda la verdad.
-No inspector, no lo hará si no escucha lo que tengo que decir –contestó enfadada.
El inspector se volvió hacia ella:
-Diga lo que tenga que decir, señorita, y hágalo de una forma clara y escueta.
La hermana mayor se acomodó el chal por encima de los hombros con un escalofrío:
-El chico que está ahí tumbado es el novio de Adela.
-Ajajá! –Dijo señalando a la mediana de las hermanas.
El inspector se dispuso a grabar de nuevo pero la hermana mayor continuó:
-Martín no está muerto inspector…
-¡Por supuesto que no! –contestó el inspector con desdén- pero está borracho como una rata.
-¿Como una rata borracha? – preguntó la niña con los ojos como platos.
El inspector extendió sus dedos índice y corazón entre las telarañas del hueco vacío y extrajo un papel mugriento que desenrolló con sumo cuidado.
De pronto, un grito de Adela heló la sangre de los allí presentes:
-¡Nooooooo!

Mensaje en una botella (versión 12)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria. Ninguno de los allí presentes estaba al tanto de si el vidrio, ahora plantado entre las piernas del muerto, ostentaba leyenda alguna, ni parecía importarles tal dato; todos miraban el cuerpo exánime tendido sobre el maderamen, atentos a la curiosa forma que ofrecía, rígido y yerto, con las manos plantadas a ambos lados de la cabeza, sobresaliendo a modo de segundo cuello. Era una botella humana cuya vida se había bebido alguien. El oficial, cansado del cadáver, sostuvo el frasco del hueco a contraluz y halló un paño arrugado ocupando la mitad de la cavidad. Había absorbido el vino completamente, con ansia moderada. El único testigo de todo está borracho e inconsciente, se lamentó el descubridor.
Un agente recién incorporado al cuerpo tropezó con el cadáver y cayó de bruces contra las tablas, justo antes de ser reprendido por todos. Los brazos se descolocaron un poco, y él mismo tuvo que devolverlos a la forma original -la de una carnosa botella tendida sobre la chapa de un gran sarcófago mohoso-. Era la hora del bocadillo, pero nadie tenía hambre. No obstante, todos los presentes miraban en ocho direcciones y escudriñaban las baldas y celdas repletas de añejos, anhelando echar cien tragos consecutivos y celebrar allí mismo que por suerte el muerto era otro y no ellos. Un pretexto validísimo para el más reacio, pero no para el oficial. Prohibía tajantemente tocar una sola botella, mientras manoseaba la legendaria y plantaba sus huellas por todo el vidrio verde intentando sacar el paño con un alambre deformado. Lo extrajo pronto, y a cada nariz llegó un tufo a sangre fresca. No sólo es vino esto rojo, reparó, y pidió a sus subalternos una superficie limpia y clara. El mismo que tropezara le ofreció sus manos en forma de cuenco, ganándose una merecida bofetada. La bóveda acústica, por extraña razón, no imitó el chasquido de mejilla azotada; incluso el eco había huido tras exhumarse el paño.
Quien tuviera una idea acerca de cómo pudo hallar la muerte aquel anciano vestido de carmesí, probablemente se equivocaba y su hipótesis era deliberadamente peregrina. El oficial se dejaba seducir por cierto embrujo milenario, sin confesarlo, si bien seguía apostando por un envenenamiento macabro. Pero aquí no hay rastro de huellas, maldecía, y justo encontró labios marcados por todo el cuello de la botella. Después le consiguieron una loseta de mármol deteriorado, plana y clara como él pedía, y sobre ella estrujó a conciencia el paño sanguinolento, que al retorcerse emitió una suerte de quejido e hizo palidecer al más atezado. En el mármol se derramó el líquido y sus salpicaduras; allí pudo verse la mezcla de vino y sangre, las dos densidades, los dos posos tan distintos. Quedó ordenado que nadie tocara la loseta hasta verse coagulada la sangre.
Entonces liaron cigarrillos y fumaron, y siguieron lamentando no poder catar las bellas fermentaciones que los acechaban. El olor a humo no impidió a la bodega recuperar su atmósfera de vino rancio. En el mármol -ya de color rosa, desvaído- se fueron quedando pedazos de sangre sólida, dispuestos de una forma caprichosa y nada casual, que vistos desde una perspectiva -concretamente la que adoptaba el oficial al contemplarlos- componían con terrorífica imprudencia la pequeña y deteriorada figura de un anciano, sin signos de vida, encorvado y retorcido, como presa de un dolor intolerable.

Mensaje en una botella (versión 13)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria. Al igual que la vida del cadáver, la botella había desaparecido, sin dejar, igualmente, ninguna marca de violencia, pero sí un pequeño trozo de papel. En él, entre marcas de vino tinto y restos de sangre, se veía dibujado un mapa, similar a aquellos de las películas de piratas vistas en su infancia. Lo observó de distintas maneras, lo plegó sobre sí mismo, intentó buscar algún mensaje cifrado pero fue del todo imposible. Al final, cansado, el detective lo dejó encima de la víctima, siendo entonces cuando, por fin, comprendió la clave escondida en aquella misteriosa hoja. Lo que le había parecido un mapa no era ni más ni menos que una flecha que, colocada sobre la espalda del muerto, señalaba hacia otra botella de aquella bodega: la única que contenía vino blanco, marginada en la parte más oscura de toda la nave. Cauteloso, se acercó hacia ella y, alumbrándola con una potente linterna, descubrió que en su interior guardaba otro mensaje. Con rapidez y algo de furia, la abrió y sacó la misiva con la que esperaba arrojar luz sobre aquel misterioso tema. Todavía chorreando de vino, pudo leer el siguiente mensaje: si has conseguido encontrarme y leerme estás muerto y a punto de entrar en el infierno. Espantado e incrédulo, se dirigió hacia la víctima y, al voltearla, su cara, como si se mirase en un espejo, se dibujó en la del cadáver. Defraudado, volvió a tumbarse junto a aquél, su cadáver, y durmió, deseando que, si volvía a despertar, pudiese encontrar un mensaje distinto en la singular botella de vino blanco.

Mensaje en una botella (versión 14)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria. Se trataba de un pastor alemán. – Pero ¿qué mierda es esta?- dijo el agente, al verlo, ¿qué pasa, qué ahora nos dedicamos a los animales?- y llamó a centralita
-Vamos a ver, nosotros tenemos un aviso de un robo con fuerza… no sabemos nada más.
Una semana antes, en esa misma bodega alguien preguntó: - ¿Vas a tardar mucho en morirte? Tengo un poco de prisa.
- Sí, ahora que lo dices; sí voy notando algo..- estas fueron sus últimas palabras.
El crimen perfecto se había perpetrado. Nunca lo imaginé así, con esas ridículas palabras, a pesar de tener a priori todos los elementos que intervendrían en mi obra de arte, controlados.
Soy asesino por vocación; accedí a este oficio de manera intelectual, el gran Thomas de Quincey y su maravillosa obra “Del Asesinato considerado como una de las bellas artes”, han sido mis guías. Desde edad temprana leo con avidez la sección de sucesos buscando aquella acción que me traslade por su belleza a un plano superior. Además de estas lecturas, y mi carrera cum laudem en química, he procurado una sólida formación en materias como medicina, criminología y psicología.... ciencias que me han permitido ahondar en el apasionante mundo de las pulsiones llevadas a su máximo exponente: la muerte de un ser humano (en los animales no estoy interesado, lo del perro fue un mero accidente).
Tras años de estudio, he alcanzado la madurez necesaria para acercarme a este arte desde su práctica. He cruzado la frontera. Y después de poner mis neuronas a funcionar, he hallado la solución o mejor dicho, el mayor placer para cualquier asesino que se precie: el crimen perfecto. No esos sujetos chapuceros que buscan notoriedad con sus malas actuaciones, carne de periódico y libros autobiográficos en los que buscan el perdón de la sociedad. Yo, en cambio, busco la gloria en el anonimato. Saber que mi acción delictiva nunca podrá ser penada pues en su ejecución no existen pruebas para mi culpabilidad.
Cierto es, que tardé años en dar con la solución a mi enigma, pero mis años como químico en la bodega fueron fundamentales, accedí a estudios de los monjes cistercienses.
Decidí que la victima no debía tener ninguna relación conmigo, obvio por otra parte, gracias a mi empatía no me costó ningún trabajo entablar contacto; el paso siguiente era conseguir que ingiriese una solución química (cuya composición no desvelaré, tengo un contrato blindado que me lo impide) con efectos vasodilatadores, que no deja huella en el organismo, consiguiendo que la victima luzca un semblante de aparente felicidad y... el toque final: de nuevo gracias a la química lo conseguía. Sosa cáustica en una bañera y por arte de birli birloque, gracias a un proceso tan antiguo como la saponificación conseguiría mi éxito. La masa uniforme en que se convertiría el cuerpo dificultaría enormemente su identificación y el análisis del mismo.
¿Cómo conseguir que alguien por su propio pie entre en una bañera?. Mi formula por su efecto vasodilatador, acompañado de un buen vino (siempre es garantía de éxito y más cuando se trata del *) en el corriente sanguíneo consigue aumentar la temperatura en el organismo, con el subsiguiente acaloramiento corporal, de modo que la victima desee fervientemente sumergirse en agua. Con el cuerpo en dicho elemento, se introduce en proporción de 4/5 partes del peso de la victima, sosa cáustica, dejándola macerar durante una semana, con una pizca de romero, (un capricho este último ingrediente y es que soy un sentimental).Resultado: Jabón hipoalergénico, con aroma de romero. Llámenme genio.

Mensaje en una botella (versión 15)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria, de la cual lo único que se sabía era que en ella estaba el secreto de la perfección de los vinos de la familia Santaolalla, dueños del reconocido viñedo Tierras del Carrizal.Sólo tres personas habían visto la botella, pero sólo una de ellas era su guardiana y heredera, sólo una conocía el secreto de sus predecesores para continuar con el legado de los Vinos Carrizal. Esta persona era Juan Francisco Santaolalla, hijo único de Don Juan Fernando y Doña Leticia Martínez, quienes murieron con la tristeza de saber que él nunca se casaría y no habría otro heredero del viñedo. Ahora su cuerpo yacía en los antiguos pisos de la bodega, situada en las afueras del poblado vinero de Lujan de Cuyo, y su alma, seguramente, deambulaba sobre los viñas, llevándose consigo la receta de los históricos vinos.La detective, Lucía Louzupone, llegó a la escena del crimen unas horas después. Conocía al difunto, pues ambos compartían el amor por el vino. Escuchar jazz en los cafetines, compartir poesías, hablar sobre escritores complejos como Marx y Hegel y disfrutar de los reportajes de Capote, Goytisolo y Juan José Millás, los había convertido en buenos amigos. Después de saber que María Victoria Saenz, ama de llaves y fiel compañera de Juan Francisco, había denunciado la desaparición de la botella, Louzopone la citó en la comisaría para interrogarla.Victoria comentó que sólo ella y el joven abogado del señor Santaolalla, Santiago Garay, eran los únicos que sabían dónde estaba oculta la botella con el secreto. Después de obtener respuestas que a ningún lado conducían y que solo direccionaban la mirada sobre el joven Garay, la detective intentó localizarlo, pero sus esfuerzos fueron nulos. El joven, nuevo en el poblado, no tenía muchos conocidos, así que nadie sabía su paradero.Cuando él apareció, fue interrogado, pero el viaje en el que estaba era una coartada inapelable. Sin embargo, su testimonio abría nuevos interrogantes. “Mi cliente no había determinado a quién le dejaría su legado y quién sería responsable de los viñedos. Pero créame detective, muchos de sus familiares lejanos se le acercaban como aves de rapiña, con intenciones muy claras. Si me necesita, cuente conmigo”, dijo el joven Garay.Juan Francisco era un hombre de pocos amigos y de mucha soledad, por eso la detective decidió hablar de nuevo con el ama de llaves, quien aún vivía en la casa del viñedo. Cuando llegó allí, una brisa otoñal envolvía la finca, ya las hojas de los árboles se habían pintado de amarillos y naranjas y unas cuantas se habían fugado de ellos para cubrir el piso. Iba a golpear la puerta, cuando ésta fue abierta por un chico alto y narigón, quien tenía un gran parecido a su querido amigo. Detrás de él, estaba Victoria, pálida y temblorosa.“Me entregaron los resultados de la autopsia. Murió de un ataque cardíaco. Sin embargo, seguimos investigando el robo de la botella”, al oír esto, Victoria rompió en llanto. “Ya no puedo más. Con un secreto era suficiente, pero ya no puedo con tres”.Fue así como el ama de llaves confesó que ella había robado la botella, para que el secreto no cayera en manos de personas que no lo merecían. Fiel siempre a su amado Juan, escondió el nombre del padre de su hijo, ese chico alto y narigón. Pero cuando el jovencito se enteró que Juan era su padre, lo confrontó y el corazón de este no soportó la noticia.No había sido su culpa, Louzupone lo sabía y al mirarlo, veía sonreír, a través de él, a su viejo amigo.

Mensaje en una botella (versión 16)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria. Sin embargo aquel detalle pasó inicialmente desapercibido para el inspector Sánchez. Estaba analizando la escena del crimen. Había demasiada sangre. Aquello no era el modus operandi del 'Catador', apodo que usaba Juan Pérez, el degollador de aquella zona. Lo buscaban desde hacía dos años. Trece mujeres habían caído en escasos kilómetros a la redonda, siempre, con sus yugulares seccionadas. Nada más. Ni signos de violencia, ni de abusos sexuales. Sólo un corte limpio en la cara externa de sus cuellos. El arma era conocida: una navaja vendimiadora, usada también en la zona. Sin muelles. Hoja muerta que se sujeta con una arandela metálica que gira sobre sí misma. Así nunca hay riesgo de que se cierre.

El cabo Coronel le indicó el lugar donde descansaba la misteriosa botella. El polvo no impedía ver que en su interior, había un extraño objeto. A simple vista era lo que parecía: un papel. Sánchez se colocó sus guantes de látex y recogió la botella que tenía salpicado todo su cuerpo. Extraño vestido de lunares. Estaba abierta. Extrajo el objeto con unas pinzas finas y largas.

Sánchez, el inspector que siempre había resuelto de forma exitosa todas las acciones criminales que se le habían encomendado, rompió a llorar de repente. El resto de policías no dejaban de extrañarse ante tal estampa. En un movimiento rápido de brazos, desenfundó su pistola y se descerrajó la cabeza.

Noticia. Teletipo urgente en las Agencias:

Bodegas Astivino. 25 julio 2009.

El inspector J.S.M ha fallecido al accionar de forma voluntaria su arma reglamentaria. Investigaba el asesinato de una joven, de 23 años identificada como A.A.P. El inspector, muy conocido en la zona, decidió poner fin a su vida cuando encontró en una botella vacía de vino, que databa del siglo XIX, un mensaje de Juan Pérez, alias 'Catador'. En él le indicaba que su mujer, sus dos hijos y él mismo, estaban desangrándose tras una de las hileras de barricas situadas a escasos metros del lugar donde yacía la joven. Desde que la policía llegó al lugar de los hechos, llamó poderosamente la atención las cantidad de sangre que regaba la escena del crimen. Era lógico. Además de la joven, cuatro cuerpos se desangraban. Todos con las yugulares cortadas. Junto al 'Catador', apareció la famosa Opinel con la que había sembrado de terror la zona. Su cuerpo, además, estaba regado con vino. El vino de la botella que usó para dejar el mensaje al inspector J.S.M.

Mensaje en una botella (versión 17)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria sobre un almohadón de terciopelo escarlata. El comisario miró a su alrededor y aspiró el aroma añejo de aquel lugar mágico en penumbra. De pie en un rincón, el prior permanecía en silencio, sus ojos carentes de expresión. En su mente, sin embargo, aún persistía grabada a fuego la terrible escena que había presenciado horas antes: el padre Eugenio, de espaldas a la puerta entreabierta, a punto de tomar en sus manos el Gran Tesoro embotellado que se custodiaba en el Priorato desde hacía más de ocho siglos. El padre Eugenio llevaba en la orden diez años, ingresó siendo un joven curioso y un tanto díscolo. El prior le había tomado bajo su protección; su actitud le recordaba a sí mismo cuando era novicio. Poco a poco, gracias a su ayuda y rectitud inquebrantable, el alma del padre Eugenio se fue apaciguando. Aún así, un rayo de curiosidad obstinada había perdurado en su corazón y últimamente le había manifestado al prior, en calidad de amigo, que aún sentía una gran inquietud por descubrir el Mensaje, el Gran Secreto que escondía el Vino Sagrado que con tanto ahínco protegían. El padre Eugenio conocía perfectamente las estrictas normas de la Orden. Sabía que ninguno de los monjes tenía permiso para entrar jamás al interior de la bodega y mucho menos para tocar el Tesoro, bajo ningún concepto. Su misión consistía, exclusivamente, en guardar la puerta de acceso para garantizar que el Caldo permaneciese a salvo hasta la llegada, un día, del Gran Maestro.
Aquella madrugada, una pesadilla había despertado al prior bañándole en sudor y encogiéndole el pecho. Supo enseguida que algo espantoso había sucedido durante el turno de guardia nocturno, que correspondía al padre Eugenio. Bajó a toda prisa y a oscuras las escaleras que conducían al sótano y en cuanto alcanzó el extremo del largo pasillo constató que el sacerdote no estaba sentado junto a la entrada de la bodega. Se acercó lentamente, empujó la puerta entornada y descubrió a su protegido, aún con la botella en las manos, que caía al suelo de rodillas y se desplomaba definitivamente un segundo después. El veneno que recubría el exterior de la botella había causado un efecto fulminante, paralizó el corazón del padre Eugenio y se metabolizó de inmediato sin dejar rastro. El prior se afanó hasta el alba en limpiar escrupulosamente los restos de vidrio roto y aquel líquido purpúreo, ahora derramado. El Gran Secreto debía permanecer entre aquellos muros. Cuando concluyó su tarea, sólo quedó el cuerpo de Eugenio, inerte sobre el frío y húmedo suelo.
–¿Y dice usted que su Orden se encarga de custodiar la botella de vino que ha desaparecido? –interrogó el comisario.
–Así es –contestó escueto el prior.
–¿Y que las únicas llaves de acceso a la bodega son la que lleva usted colgada al cuello y la que obraba en poder del difunto, por ser el encargado esta semana de la guardia de noche?
–Cierto.
El comisario contempló de nuevo, confuso, el cuerpo del padre Eugenio y el almohadón de terciopelo vacío. Si se hubiese dado la vuelta en ese preciso momento para volver a mirar al prior, habría advertido en sus ojos las lágrimas contenidas y su mirada turbada que se dirigía durante un fugaz instante hasta lo más alto de una de las estanterías, repleta de botellas polvorientas e idénticas. El Secreto continuaría a salvo: allí, en el décimo hueco comenzando por la izquierda, descansaba camuflada entre las demás, por todos los siglos, la verdadera Botella de Sagrado Néctar.

Mensaje en una botella (versión 18)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria…
Todos los presentes fueron llevados a la escena. Pablo, el enólogo, estaba pálido al contemplar el cadáver supuestamente marchito de Laura. La palidez en vida de su cara era la misma que de cuerpo presente. Como si no hubiese pasado nada. La bóveda de piedra blanca, lucía majestuosamente como escenario del crimen, y hacía con Laura lo mismo que con sus maduros caldos: Detener el tiempo.
Laura era la delegada de ventas. Morena, de pelo liso y largo, de complexión delgada y espigada como el trigo encañado de esta tierra. Nada en la vida había conseguido sacarle color a sus mejillas: ni el vino ni la palabra. Respetada, seria y soltera, su vida se truncaba a sus treinta y ocho años de edad. Laura yacía algo encogida, como el frescor que se respiraba la forzase a esa postura en su última siesta…
Pablo es un tipo rechoncho, panzudo y aparentemente más serio que su difunta compañera. Hipocondriaco, supersticioso y tradicional –incluso en su escondida homosexualidad -, apreciaba más que nada el milagro de convertir el mosto en un placer divino…
Pablo sólo temía dos cosas: que esa muerte gafase la instancia… y que ese último Magnums del 87, cuyo hueco resaltaba a sus ojos más que el cadáver de Laura; fuese catado en un brindis ajeno a él.
La escena era el broche a un cúmulo de pecados capitales: lujuria, egoísmo, envidia, pereza, soberbia… y daba al traste con la vida de Laura, con el buen nombre de la bodega y el de su gente. Así es Castilla.
Don Ricardo era el dueño de los fastuosos viñeros, de la casona, del apellido y su blasón. Cincuentón bien pasado, casado por la Iglesia como Dios manda, gran padre y marido, tenía asegurada su estirpe con dos vividores treintañeros, hijos mellizos: Alvar y Rodrigo.
Alvar, que decía ser el director de imagen de la bodega, todo lo que hacía era dar presencia, paseándose constantemente en su deportivo amarillo de caballo rampante. Mientras, Rodrigo -que contaba con un todo terreno oscuro como coche de hijo de papá-, quería ser torero pero incluso para eso era cobarde, y se limitaba a usar el buen nombre de la familia, presentándose como apoderado de grandes promesas –amigotes con los que se pasaba las tardes de pinchos, vinos y casetas-.
Ambos hermanos vestían de camisitas con cuellos y puños blancos muy almidonados, vaqueritos y pelo hacía bien engominado… Don Ricardo vestía de lino blanco y señorial. Como sus hijos, pero de otro tiempo ya pasado: un señor en toda regla.
Finalmente el cuadro lo completaba Marina. Chica de pueblo, hacía las veces de chica para todo –menos para la imagen, que aquí ya aparecía Alvar a ponerse las medallas-, encargándose de contratar a los jornaleros para la vendimia, a los embotelladores, a su hermano Abilio para cuidar la casona –incluso entre los apellidos simplones había nepotismo-.
El elenco de personal lo completaba Dominique, la grafista, una francesa pelirroja y cuarentona muy “amiga” de Don Ricardo y de más que dudosa virtud artística: limitada simplemente a hacer honor (con la boca) a su patria.
En la desaparecida botella del Magnums del 87, la más importante de la bodega, no estaba la etiqueta de Dominique, sino para dudoso orgullo del linaje y el personal, bajo su vitola y el blasón, Laura había cambiado la descripción y la advertencia de sulfitos, por esta historia mediocre… y tal vez también, se hallasen las huellas que rompan el misterio de su muerte… o no… pero al menos, eso sí, litro y medio del mejor caldo que jamás saliese de esta tierra.

Mensaje en una botella (versión 19)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria. Una botella de una excepcional cosecha de la que quedaban muy pocos ejemplares. Hoy se hubiera llevado a la casa de subastas para haberla vendido al mejor postor, pero ya no va a poder ser. Un asesino ha interrumpido el curso de los acontecimientos y la ha robado llevándose por delante al guardia de seguridad.

Que cabrón, el hijo de puta del heredero, en cuanto el viejo la ha palmado, le ha faltado tiempo para venderla. No ha esperado ni al funeral de su tío. Ese si que valía, toda la vida sacando adelante la bodega, y esa botella que resumía sus esfuerzos se la va a llevar cualquier rico caprichoso que no sabrá ni paladearla, que lástima. Yo si que entendía al patrón, he pasado muchas horas con él, era muy campechano y sabía quién apreciaba la diferencia entre un caldo de calidad y los demás. Me pedía opinión cada vez que hacía alguna innovación, mezclas, variedades, barricas, todo me lo consultaba, e incluso a veces, hasta me hacía caso en alguna de las correcciones que le apunté. Yo no he tenido más vida que esta bodega desde que murió mi mujer… Pero ahora todo ha cambiado, probablemente el panoli del nuevo jefe me eche a la calle porque ya casi tengo la edad de jubilación. Contratará una empresa de esa que cada vez manda a uno a vigilar sin saber ni a dónde van. Si tuviera suficiente dinero yo mismo compraría esa botella y me la bebería en esta misma silla, esta misma noche…

Es un caso realmente extraño, le debieron sorprender dormido y por eso no pudo ofrecer resistencia. No está forzada la única puerta de entrada, ni los cristales de los lucernarios están rotos, realmente parece que nadie haya entrado ni salido, pero lo que está claro es que aquí hay un cadáver y que existía un móvil muy valioso que ha desaparecido. Ahora que el juez ha levantado el cadáver y se lo han llevado para practicarle la autopsia tenemos que buscar a fondo y encontrar todas las posibles huellas que hayan dejado, sin descartar a las únicas tres personas que tenían llave para entrar, el nuevo dueño, el gerente de la bodega y la señora de la limpieza que le encontró.

Lo haremos sistemáticamente, intentando reconstruir todos los detalles de las últimas horas que el vigilante pasó aquí. Parece que hay algo entre esas barricas, me pondré los guantes. - ¡Venid con una bolsa!¡La botella de la foto! Tiene la misma etiqueta, está vacía y dentro han metido un papel enrollado. ¡Necesitamos unas pinzas!

“ Este es un mensaje para la policía, para que no siga buscando ningún asesino. Que no hay ninguno, lo que hay es un suicida, eso si, un suicida plenamente feliz de serlo porque nunca en mi vida experimenté una sensación más placentera que la que me proporcionó el líquido que esta botella contenía y que ahora está en mi estómago porque no creo que le haya dado tiempo a ir más allá, pues en cuanto escriba esta nota me inyectaré mi dosis de insulina multiplicada por diez y en unos minutos acabará mi estancia en este mundo, y puedo asegurarles que el momento más feliz ha sido este final de dioses que ningún millonario ha podido arrebatarme, ni siquiera mi nuevo patrón al que gustosamente le dediqué el último brindis de mi vida…”

Mensaje en una botella (versión 20)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria, la cual tuvo el capricho de vaciar su alma de vidrio al compás de las lágrimas que ahora las secaba la muerte, callando el secreto, en sus mejillas. Esos párpados entreabiertos de la joven Helena aún me concedían el lujo de contemplar un firmamento de verde olivar en sus ojos de doncella marchitada, dándome la evidencia de que desde el dolor que sus labios de carmín disperso ahogaron al expirar, le fue otorgado el poder de engalanar a la muerte. ¡Ay, niña! Blanca hoja de papel era esa piel de azúcar que nunca quiso tinto, tinta de tu punto final. ¿De qué me hablan las barricas de caldo veterano? De un amor, de dos o de tres, que nunca pudieron naufragar en aquellas copas de veneno burdeos. Y aún me retienen sus hondas voces cautivas en un barril de madera, me quieren decir de los vuelos de la falda de Helena María al despuntar el alba en los rincones de esta bodega, bajo las atentas manos de sus tres amantes. No quiero que llore el vino, que el corazón de la vid lastime su alegría púrpura en la resaca de los pies de la joven, quien bailaba al compás de las estrellas rezagadas con un amante cada noche. Mas de sus tacones queda estela en el regazo de la copa, reflejos que no murieron con la niña al pasar, cuando el cristal la inmortalizaba desde la diestra de don Alejo, su profesor de aritmética. De las pasiones dislocadas tampoco se olvida este hogar de la más dulce anestesia, manteniendo en vilo una madeja de luz en cada rincón a la manera de su cabello, resaca de la seducción. Tampoco de ese llanto, Helena, al elegir al mayor de todos como aspiración de esa flor rosada que asemejaba tu boca. Don Alejo, el de impecable raya peinada a un lado, entrecana barba y delgadez insólita para sus cuarenta y tantos, él, tu profesor. Pensaste que pudo enseñarte el sabor de lo prohibido, bajo la muda inquietud de tu bodega, a la sombra de las barricas y de las botellas. Tu memoria no guardaba ya el deseo de tus otros dos jóvenes amantes y no te dolió acuchillar sendos romances confesándolo por carta. Cuéntale a la bodega, antes de irte Helena niña cuál es el secreto del vino, que al huir Alejo el dulzor de la vid se convirtió en hiel que envenenó tus entrañas.

Mensaje en una botella (versión 21)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes descansaba una botella legendaria.
La única testigo, una mujer de cabello largo, moreno, de ojos azules, vestida de una seductora prenda que recorría su armonioso cuerpo y aislada del piso por unos puntiagudos tacones. No quiso comentar en aquel momento lo que había sucedido. Misteriosa, habló con uno de los agentes y se retiró.
Daniel lo sabía, sabía que ella no diría nada si llegase a ocurrir algo en la bodega. Hace unos días había visto a su amante merodear buscando la botella. El la amaba, sin embargo, tenía presente que las cosas entre los dos no estaban bien, por ello al darse cuenta de esa relación clandestina que se llevaba a cabo cada martes, cuando el laboraba las 24 horas del día en el quirófano del hospital "Buen Descanso", decidió buscar a alguien que lo reemplazara por unas horas, para así buscar las causas de la traición.
Esa noche sin que su mujer se diera cuenta, Daniel espera que ella entre en la bodega con su amante, baja las escalas con mucha cautela, inhala esa mezcla de humedad y taninos que transpira el recinto, de la cual él no se hace consciente, por esa agitada ira envuelta en tristeza. Al terminar el último escalón, observa como ella y su amante comparten una copa de vino que los lleva a una suave caricia y un eterno beso.
Daniel enfurecido irrumpe con videncia hacia el amante, el cual toma la botella de la mesa y la descarga sobre el cráneo de Daniel. Ninguno de los tres percata el mensaje en la etiqueta de la botella: "Vino Infidelidad. Vidrio de gran calibre".
Con sus últimos respiros Daniel capta toda la escena, los policías, su mujer, algunos empleados, comienza a sentirse desesperado, pensando, pensando. Abre los ojos está sudando, entra un rayo de sol por la ventana, a su lado soledad, la soledad con la que ha quedado.

Mensaje en una botella (versión 22)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria.

La policía pensó primero en el bodeguero. El asesinado era cliente habitual de la bodega, donde apagaba su sed y sus penas con una ebriedad que lo tumbaba en un enorme y vetusto tonel hasta que los rayos del alba iluminaban su desparramado cuerpo. Al propio dueño le debía bastante dinero. ¿Sería ese el móvil?
La policía desechó la idea. Era poco probable que utilizara su propio negocio para realizar aquel acto cruel; y además, a la hora del crimen se encontraba en el bar con sus amigos. ¿Quién podría se entonces?
La puerta había sido forzada y solo contenía las huellas del asesinado. En el charco de sangre que rodeaba a la víctima se observaban varías huellas de sus zapatos. ¿Se habría levantado para hacer frente a un invisible agresor después de muerto?
El arma del crimen era la mitad de una botella de vino tinto. Trozos de vidrio se encontraban dentro de sus tripas. La policía no encontró más huellas cerca del cadáver. La autopsia no rebeló nada. Lo dieron por suicidio.

Aquel caso asombró a Sergio, un bodeguero de la misma localidad, cuando leyó la noticia en los periódicos. Era amigo del dueño donde sucedió el crimen. Ese mismo día fue a visitarlo para que le contara lo ocurrido. Lo extraño fue que el afectado mantuvo la noticia eclipsada, quizás para que no lo atosigaran a preguntas.
La conversación de los dos hombres que compartían oficio fue ligera y poco aclarativa para Sergio. Cuando llegó la hora de visitar la bodega, el dueño se opuso totalmente. Sergio salió enfadado, pero no se dio por vencido.

La luz de la luna era tenue y difusa, cuando Sergio forzó la puerta de la bodega. Bajó las escaleras lentamente, con un leve tictac de reloj que retumbó en la madera de roble de los toneles. Encendió la luz eléctrica y se puso a investigar.
Recorrió todos los pasos que realizó la policía, vislumbró las huellas dejadas en el charco de sangre y al final desistió en tan complicada empresa. El suicidio era evidente.
Su cara plasmó una ansiedad desorbitada. La tristeza relució en sus ojos. Jugar a ser detectives era cosa de niños, no de una persona mayor como él. Las manos le temblaban de frío. Tenía que calentarse, sino cogería un resfriado. Sintió también sed y su primer acto fue acercarse al tonel más próximo.
El grifo que había abierto echaba poco; sin embargo, el tonel estaba lleno. Seguramente estaría atrancado.
Metió la mano por la hendidura de la parte de arriba del tonel y palpó el fondo. El dulce olor de vino tinto llegó hasta sus fosas nasales. Siguió buscando y palpó algo duro. Había alargado el brazo al completo y cuando sacó la extremidad, unas gotas rojas caían de una botella vieja y vacía. Tenía un papel adentro, Sergio lo sacó y leyó:

“Muero donde siempre quise morir, al lado de lo que más me gustaba. El vino me curaba las penas que más me afligían, llenando mi corazón de alegría. Después de que mi mujer me dejara no podía hacer otra cosa que suicidarme.
Ya nunca más podré probar el vino, oler los efímeros y suplicantes olores que llegaban a mi garganta ya húmeda. Pero muero con la cabeza bien alta y bajo una atmósfera cargada con la más maravillosa de las bebidas.

Un admirador del vino”

Jorge dejó a un lado la carta y volvió a su casa con las manos vacías. Siempre pensó que aquello fue un asesinato. Tenía que dejar de leer aquellas novelas policíacas que tanto influían en su cabeza.

Mensaje en una botella (versión 23)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria…
El inspector Agüero observó aquella abertura, donde le pareció divisar al fondo de la misma un pequeño objeto.
-Fernández…; acérqueme la linterna.
Enfocando su interior, pudo ver lo que parecía ser un papel doblado. Lo extrajo con sumo cuidado, desplegándolo después sobre la mesa. Por su textura, parecía haber sido colocado en aquel lugar hacía ya mucho tiempo.
-Veamos que dice…: “El ladrón ha recibido su merecido”
-Qué mensaje tan extraño… -comentó el subordinado.
-Examinemos de nuevo el cadáver -dijo el inspector-. Tengo un presentimiento...
Al girar el cuerpo, pudieron observar el aspecto violáceo de sus labios.
-Después nos lo confirmará el forense, pero es muy probable que haya muerto envenenado. Sin embargo no hay aquí ningún indicio que pueda ratificar ese supuesto. Cuando averigüemos su identidad, realizaremos una inspección en su domicilio…; ocúpese de ello Fernández…, ¡ah! y dígale al encargado que quiero hablar con él.
Veinte minutos después, un hombre escoltado por la policía hizo su entrada en la bodega.
-Inspector…; éste es Joaquín, el encargado.
-¡Dios mío! ¡Si es Genaro…! ¿Está muerto?
-Así es… ¿Podría usted decirme de qué le conocía?
-Trabaja…, bueno, trabajaba aquí desde hace muchos años. Ocupaba la casa que han visto junto a la entrada. La verdad es que el nuevo propietario acababa de despedirle para colocar en su puesto a uno de esos licenciados…
-¿Y podría usted explicarme qué es lo que había aquí…? -le preguntó señalándole el espacio vacío.
-¡Santo Dios! ¡Ha desaparecido la botella!
-¿Podría ser usted más conciso…?
-Claro que sí… Se trata de la botella más importante de la bodega...; una muestra única e irrepetible. Cuando vine a trabajar aquí -y de eso hace cuarenta años- ocupaba ya este mismo lugar. Recuerdo que el señor conde -un anciano avaricioso y maniático que debido a su enfermedad no podía probar ninguno de sus vinos- me hizo mucho hincapié en que nadie la tocara…
-¡Inspector, inspector…! -le interrumpió el oficial Fernández entrando a toda prisa con una botella en el interior de una bolsa de plástico-. Hemos registrado la casa que hay en la entrada y sobre la mesa hemos encontrado esta botella abierta…
-Déjeme ver… -dijo inmediatamente el encargado mirando con curiosidad el envase- ¡Por todos los santos…! ¡Mire, es ésta! En el cristal lleva grabado el escudo de la casa…
-Así que se trata de la famosa botella…
-No puedo explicarme cómo Genaro pudo hacer una cosa así…-dijo con tono compungido el empleado-. Era el mejor catador de vinos de la comarca...; nadie conocía mejor que él sus secretos.
-Probablemente al ser despedido decidió hacerse con la mejor reserva de la bodega, sin saber que su dueño había decidido poner en ella el veneno para vengarse de los ladrones...
-¡Todo por una simple botella de vino...! -concluyó entonces el oficial sin lograr entender aquellos absurdos hechos que exponía su jefe.
-No se trataba de un simple vino… -le corrigió inmediatamente el encargado-. Se trataba de un caldo único…; una joya.
-Exactamente… -enfatizó el inspector-; una “simple” piedra como el diamante puede conducir también a los hombres a cometer las mayores atrocidades. Genaro, como excelente catador de vinos que era, después de probarlo y comprobar que algo extraño había en él, probablemente decidiera volver aquí para averiguar algo. El veneno debió entonces empezar a hacer su efecto, cayendo muerto aquí mismo.
-Así que ese viejo loco y egoísta puso aquella trampa para evitar que lo pudieran disfrutar otros…
-Me temo que efectivamente éste ha sido el trágico final de esa joya de la bodega.

Mensaje en una botella (versión 24)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria, una botella que formaba parte de mi vida desde hacía mucho tiempo. Me acerqué al cuerpo y ya empezaba a cambiar de temperatura, la asfixia que lo había matado hacía que su deceso pareciera un agradable sueño, como si fuera a despertarse de repente.
La policía levantaba el informe, investigaban pistas que les diera algún indicio de lo que pudo pasar allí. Alfonso era interrogado, sí, soy el dueño de la bodega, no, no me puedo imaginar por qué pasó esta desgracia, sí, era una botella que pertenecía a mi abuela, no, no sé por qué se la han robado, era un recuerdo de ella. María, la esposa del vigilante lloraba desesperadamente la muerte de su marido, yo intentaba darle consuelo, pero era inútil; los demás trabajadores de la bodega se acercaban para saber qué había pasado
Alfonso caminaba de un lado a otro agobiado, se aproximaba a mí y le veía el rostro desencajado, pensaba que lo más probable era que a Rogelio lo habían matado para robar, y al verse los ladrones en evidencia por la alarma salieron corriendo con la botella. La botella.
Naia guardaba celosamente la botella el día que murió, era un ejemplar hermoso de los cinco que se hicieron para el quincuagésimo aniversario de la bodega, con el logo familiar labrado en el vidrio, incrustaciones de piedras preciosas y la respuesta de Emilio dentro, “nos vemos en dos horas en la estación, el tren sale a las 4 de la mañana”. Quería escapar de allí, escapar de su vida y empezar una nueva junto a ese hombre. Se pensó su vida, sus hijos, todo el sacrificio. Pero se decidió y todo entonces terminó mal.
Recibiste la respuesta y te preparaste enseguida, tu temor iba a creciendo a medida que pasaban los segundos, ya la decisión está tomada, no hay tiempo para pensar, ¿qué hago con el bebé? No puedo dejarlo llorando. Intentas calmarlo arrullándolo pero no calla, miras por la ventana y no estás segura si oyes un coche, te vas poniendo nerviosa porque no puede llegar antes de salir tú. Pones al bebé en la cama. Llora, lo vuelves a coger, no sabes qué hacer, necesitas salir ya, son las 3 y cuarto. De repente abre la puerta….. te he dado toda mi vida, me he sacrificado para darte todo a ti y a los niños, te estoy siguiendo desde hace tiempo, ¿cómo puedes hacerme esto?, lo siento, No me hagas daño, por favor, ¿cómo puedes hacerme esto? por favor, Jesús cálmate, ¿cómo puedes hacerme esto? te he dado todo, no puedes dejarme, no puedes dejarme. Por favor Jesús me haces daño, no puedes dejarme, me estoy asfixiando Jesús, no puedes dejarme, Jesús me ahogo, no puedes dejarme!
Luego fui a la habitación y me pegué un tiro en la cabeza. Ya no había nada que hacer. El bebé seguía llorando y la botella quedó allí, inerte en la cama, lista para ser un recuerdo familiar y dejarme a mí junto a ella vagando en este sitio

Mensaje en una botella (versión 25)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria.

Los dedos crispados del cadáver indicaban el gran esfuerzo que había realizado, tal vez para alcanzar aquella botella, acaso simplemente para defenderse. Un rictus de dolor recorría su cara, convirtiéndola en una mueca repugnante. El Inspector apartó la vista y dirigió su mirada hacia el propietario de la bodega.

Álvaro había llamado a la policía nada más encontrar el cuerpo. Poco después descubría que la botella había desaparecido. Se dejó caer junto a la hornacina, hecho un ovillo sobre sí mismo, los ojos inundados de lágrimas, el alma llena de pena. Así lo encontró la policía y así permanecía aún. El Inspector no comprendía por qué se hallaba en aquel estado casi catatónico; tal vez, pensaba para sí, por el sentimiento de culpabilidad. Aún no sabían nada de los hechos, pero él creía firmemente que el responsable de aquella muerte era el propietario de la bodega. Dio órdenes a sus hombres para que inspeccionaran a conciencia el escenario del crimen y, ante la inutilidad de interrogar a aquel hombre en su estado, aprovechó para salir fuera del edificio, en un intento por limpiar sus vías respiratorias de aquel profundo y asfixiante olor a madera de roble, que a él se le antojaba una extraña mezcla con aromas frutales, especias o incluso alguna reminiscencia de tabaco.

El silencio y la paz que habitualmente reinaban en aquel recinto, casi siempre vacío y escasamente iluminado, habían sido rotos por aquel nutrido grupo de agentes, de aspecto desaliñado, que voceaban y reían, que empujaban sin mayores reparos las barricas y que corrían de un extremo a otro portando todo tipo de objetos: cintas de medir, bolsitas de plástico, linternas, lupas,… Álvaro no escuchaba, sólo oía; no veía más que la hornacina vacía. No era capaz de reaccionar, como habría hecho en cualquier otro momento de su vida, ante aquella salvaje violación de la quietud necesaria para la perfecta maduración de sus vinos. Ya todo le era indiferente. Ya nunca sería igual.

Nadie más que él podía comprender el significado de aquella desaparición. Porque nadie más que él sabía del contenido de aquella botella. Recordó el color oscuro del cristal y aquella extraña etiqueta escrita en latín. Evocó su lema: “si la esencia del vino alcanza el alma de un no elegido, hará salir la maldad que se abriga en ella”. Un escalofrío recorrió su cuerpo y el pánico se apoderó de él, obligándolo a levantarse y a salir corriendo hacia el exterior, en el preciso instante en el que el Inspector entraba en la bodega.

Los dos hombres chocaron y encontraron sus miradas frente a frente. El Inspector pudo ver el horror reflejado en la cara de Álvaro; un miedo exacerbado que lo hizo estremecerse. Escuchó una frase, casi un susurro, que salió de su boca. “Yo no lo he matado. Quien quiera que lo haya hecho también ha acabado con mi vida. Yo ya estoy muerto”. Extrañado, lo dejó marchar.

Álvaro entró en casa y buscó la soledad de su despacho. Y allí, en la penumbra, lejos de aquellos intrusos que trasteaban en su bodega, lejos de la mirada de los curiosos que rodeaban la finca, se sentó, tomó una pluma y un papel y escribió:

Hermanos perdonadme. No he sido digno sucesor de mis antepasados. No he merecido el honor de ser el guardián de nuestro preciado bien. Pues he permitido que nos lo arrebaten. Por mi culpa, ya no tiene sentido la misión de nuestra Hermandad. No merezco la vida. Sé que tampoco vuestro perdón. Pero ¿quién no implora en el último momento, en un intento desesperado por morir en paz?

Mensaje en una botella (versión 26)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria. La desaparecida botella sería subastada esa misma tarde y aunque, ningún agente de la ley habría podido imaginar como móvil de un asesinato una botella de vino, estaba claro el motivo de este crimen.
- Inspector.
- Ahora no, Sánchez.- respondió con su habitual mal humor Castilla.
- Es importante, créame.
Castilla levantó la mirada con pesadez pero no hizo ademán de moverse.
- ¿Es que no piensa acercarse, agente?
- La víctima ha sido identificada.- dijo haciendo caso omiso de la sorna del inspector.- Por tanto…
- Por tanto, podemos dejar de llamarlo víctima y hacerlo por su nombre. Ilumíneme.
- He contrastado que Manuel Hierba no formaba parte del concurso que esta semana se encontraban trabajando en la cata de vino.
- ¿Me está diciendo que este hombre era un polizón?
- Exactamente, no hay motivo para su presencia aquí. La bodega se mantiene cerrada día y noche, y la única forma de acceder, es saludar a los gorilas que custodian la entrada, sonreírle a una cámara de seguridad e introducir la huella digital en un lector instalado en la puerta blindada.
- No acostumbro a hacer preguntas estúpidas, pero, ¿ha comprobado usted las grabaciones?
- Por supuesto, en tres ocasiones desde que averigüé que el fallecido es hermano del mayor accionista de la bodega.

El inspector Castilla adoraba los casos difíciles, y éste era para él uno de los retos más apasionantes con el que su profesión le había dado el gusto de topar.
Una sonrisa le iluminó el rostro y la seguridad de que iba a resolver el misterio se reflejó en sus ojos ambarinos.

- Querida, ponte en contacto con el señor Ismael Hierba y tráelo a mi despacho cuanto antes.
- ¿Y qué más ha querido usted decir pero ha olvidado?
- Por favor, Olivia.- contestó Castilla a su regordeta secretaría.

El inspector entró en su despacho, cerró la puerta y abrió su mejor botella de vino. “El vino como atractivo turístico, como manjar en un banquete, como amigo del triste y, en este caso, como revulsivo económico, ¿verdad, Hierba?”, pensó Castilla mientras degustaba un tinto.
Aunque nunca compartía sus opiniones con sus compañeros de trabajo, lo cierto es que ya tenía medio resuelto el misterio de la botella de vino que todos querían y que nadie podía pagar, ni siquiera el hermano de la víctima. Sólo necesitaba hablar con Ismael Hierba.

- Adelante.
Hierba se sentó frente al escritorio del inspector sin pronunciar palabra.
- Antes que lo olvide, que como ya le deben haber dicho, los modales no son lo mío, le doy mi más sincero pésame.
- Gracias.
- Y en segundo lugar, queda usted detenido por robo.

Hierba rió.

- Como oye, usted utilizó el cuerpo de su difunto hermano para despistar a la policía y centrar la atención en un supuesto asesinato, pero Manuel no fue asesinado sino que sufrió un ataque al corazón. Usted introdujo el cuerpo con un lote de vinos que dona cada mes a la bodega y esperó a que lo abriesen para descubrir el cuerpo, coincidiendo con la desaparición de una botella que nunca había estado allí.
- Esa maldita botella limpiaría mis cuentas y sanearía mi empresa.
- Déjeme explicarme. La botella nunca estuvo allí, una botella falsa ocupó su lugar todo ese tiempo.
- No diré nada más.
- No es necesario, lo sé todo. Usted fingió el robo de la botella falsa y vendió la original. Bonito plan, y ahora acompáñeme, por favor.
La botella no fue encontrada, alguien la habría disfrutado ya. , se dijo Castilla.