domingo, 29 de noviembre de 2009

Mensaje en una botella (versión 3)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria. Una vez que el facultativo dictaminó que la persona situada boca arriba, en la sala de añejamiento, había fallecido, los agentes de la Guardia Civil, un sargento de aspecto atildado y andares suaves, y un agente, obeso y decidor, extendieron un atestado, con el siguiente contenido:
“Personados los actuarios, a requerimiento de D. Octaciano Ruesga Fontealegre, titular de la mercantil Bodegas y Destilados Ruesga, S.A., constatan la presencia del cadáver de un varón de unos sesenta años, en decúbito supino y ubicado en la nave de envejecimiento perteneciente a la firma antes mencionada, e identificado por el señor Ruesga como Salvador Ribera Cogolludo. Se debe hacer constar, que no se ha encontrado, junto al cuerpo, ningún objeto, arma, huella ni vestigio que pueda indicar la comisión de un acto violento. Según refiere el señor Ruesga, en un hueco de la pared norte del lugar donde apareció el cadáver, se guardaba una botella de vino tinto de 0,75 litros, de una edición exclusiva y precio exorbitante; de acuerdo con su versión, el recipiente y su contenido se hallaban en tal emplazamiento a primera hora de la tarde del presente día. Los actuarios deben señalar, que el cadáver del señor Cogolludo aparece con semblante relajado y ligeramente sonriente, sin gesto de dolor o de sufrimiento agónico.
Sin nada más que hacer constar…”.
A la mañana siguiente, el señor Ruesga, amigo personal del difunto, fue citado a presencia judicial. Allí, y a preguntas del juez, hombre redicho y algo petulante, relató que conocía y se relacionaba con el señor Ribera desde hacía muchos años, por razones profesionales y de amistad. Asimismo, que el difunto había heredado una bodega y el gusto por el vino, y, en una apuesta en una cata ciega, perdió la primera, y, como si fuese un mecanismo de compensación, su afición al fermentado de uva aumentó, hasta convertirse en un verdadero sacerdocio. Indicó, además, que tenía dotes naturales para la enología y para la adjetivación inusitada de los vinos que degustaba hasta tal punto que, para Octaciano, el acervo léxico era al catador, lo que la paleta de colores para el pintor.

Días después, el informe del forense determinó que en el cuerpo del finado se encontró una concentración elevada de alcohol, pero sin que tal acumulación etílica pudiera haber provocado la muerte a un organismo adulto sano.

Tanto la policía, como el señor juez, se encontraban perplejos y sin saber qué pasos dar. De su estupor fueron sacados por un objeto encontrado por un operario de la fábrica, flotando en las aguas de la planta depuradora de la misma. Se trataba de una botella de vidrio, sin líquido alguno, cerrada con un tapón de corcho y con un mensaje en su interior dirigido a su señoría. Rezaba así: “El que suscribe, con pleno dominio de sus facultades volitivas e intelectivas, ha decido poner fin a su vida. Hace unos días me diagnosticaron una enfermedad incurable y que me impedía consumir alcohol. El vino es mi vida, mi amigo y mi amante. Nunca me ha fallado y existe tal variedad de caldos, que el aburrimiento con él es imposible. Se obtiene de una difícil conjunción de tierra, viña, régimen de lluvias, insolación y labor humana. Un rudo campesino puede transmutar todos los elementos anteriores en una delicada manufactura organoléptica. No concibo la vida sin mi compañero. Esta tarde consumiré la mejor botella de Octaciano (espero que lo entienda y me perdone), lo que me provocará la muerte más dulce. Mi última voluntad es ser enterrado en el denominado “Pago del Canónigo”, propiedad de mi único amigo”.

Caso resuelto.


Este blog es resultado del concurso de relato breve de turismodevino.com. Si deseas información sobre la historia del vino puedes acceder a la web para leer al respecto.

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