domingo, 29 de noviembre de 2009

Mensaje en una botella (versión 37)


La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria. Lo pudimos inferir por la etiqueta que estaba aún dentro del hueco y al parecer el ladrón, o el asesino, o el asesino-ladrón, todo depende de la posición desde la cual se mire, había arrancado en un tonto acto identificativo, como si le imprimiera al horrendo hecho un sello personal. Ya era el tercer cuerpo que encontrábamos en el mes, todos con características similares, las víctimas eran hombres entre 40 y 50 años, dueños de una bodega de vino y sin causas aparentes de muerte. En la estación crecían teorías de todo tipo, pero ninguna basada en una prueba fehaciente. El presidente del ayuntamiento hacía presión sobre el jefe de la policía para que acabara de una vez con esos crímenes, que tan mala imagen le daban al pueblo y el jefe de la policía me presionaba a mí. A tal punto se enfrascó, que me hizo prometer que en 72 horas encontraría al culpable.
Me tomé el asunto en serio y estuve toda la noche recopilando información, escruté la base de datos de punta a cabo, llamé por teléfono a los familiares de los fallecidos, indagué en las escenas de los crímenes, busqué las actas y los documentos legales de cada bodega y me sorprendió el amanecer con una taza de café en la mano, la vista en la carretera desierta y sin la mínima pista sobre los extraños sucesos. Hice un listado de las soluciones que encuentran los detectives de los filmes policíacos norteamericanos, ante situaciones similares. Después de sopesar cada una me decidí por la clásica carnada y con el mismo espíritu de Morgan Freeman en ese filme que estrenaron la semana pasada en la sala principal del Paradiso cinema, comencé a detallar las acciones. Reabrí una de las bodegas que habían cerrado por precaución, corrí la voz en todo el pueblo de un concurso de catadores esa misma noche y esperé la hora de inicio, con el revólver bajo el mostrador. Ofrecí tres premios bien tentadores: El primero 380 euros. El segundo tres noches en el hotel Torremilanos en Ribera de Duero y el tercero un lote de productos de la bodega Williams & Humbert
A partir de las nueve comenzaron a llegar los hombres del pueblo, cada uno tomó un número de la cesta. Fui escrutando los rostros pero ninguno me pareció que fuera el asesino que buscaba, hasta que entró aquel tipo de la boina y el bigote negro reluciente. Se quitó la camisa y la puso encima de una silla, todos se quedaron sorprendidos al ver la estrella roja de cinco puntas que llevaba tatuada en el hombro izquierdo. La competencia comenzó y poco a poco fueron quedando competidores fuera de ronda. Al final solo llegaron cuatro. El tipo de la estrella roja había sobrevivido, y por la forma en que todos lo miraban, parecía ser el favorito en ese curioso hipódromo en el cual se había convertido mi bodega.
Pasada la medianoche entregué el premio y cerré la puerta, al final no tenía ninguna prueba, pensé que hubiera sido mejor haber escogido otra solución, saqué la hoja con el listado y repasé algunos puntos bajo la luz de las farolas en la calle hasta que al doblar la esquina de los mercaderes caí al suelo de un puñetazo. Sentí como me arrastraban por las baldosas y me llevaban de vuelta a la bodega, luego me embutieron de vino y antes de perder el conocimiento lo único que pude ver fue una estrella roja de cinco puntas, que me apretaba el cuello hasta asfixiarme, mientras una voz gangosa repetía: -Esto es para que aprendas, debiste haberme dado el premio a mí.

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